Oscar Almario García
Profesor Titular, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, director del Centro de Investigación e Innovación Social-CiiS. Historiador, Magister en Historia Andina, Doctor en antropología social y cultural por la Universidad de Sevilla, España, y Programa de Posdoctorado en la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de Historia y de la Asociación Colombiana de Historiadores.
La nueva teoría social en proyección, gira en torno al cuestionamiento de la paradigmática idea de sociedad que se construyó al hilo de la modernidad sólida, según la cual, la realidad social se comprendía como algo estable y homogéneo (o en proceso de serlo) y, por tanto, reducible a algún factor condicionante en última instancia, como el sistémico, el económico, el político o el cultural, lo que negaba el carácter complejo y contingente de lo social. En contrario, las tendencias renovadoras toman distancia de quienes sostienen que las condiciones históricas actúan como fuerzas inapelables para las sociedades y en su defecto explican que estas se encuentran inscritas en procesos civilizatorios y descivilizatorios cuyas singularidades corresponde desentrañar en cada caso concreto (Elías, 1997).
La doble crisis de la modernidad tardía y el giro ético-político del conocimiento social
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De acuerdo con reconocidos expertos, la situación global actual se puede definir por su doble crisis. La primera, es el agotamiento del modelo económico dominante que no solo jugó todas sus cartas al mercado, con desprecio de las sociedades sino que se revela como incapaz de incluir las expectativas sociales. La segunda, consiste en el debilitamiento del Estado nacional como principal institución de la modernidad con capacidades para mediar entre las diferencias sociales, representar los ideales colectivos y mitigar las consecuencias de la acumulación capitalista (Pérez Fernández del Castillo, León, & Ramirez, 2008) (Duhau & Giglia, 2016). Entre las principales consecuencias de esa situación sistémica y de transición están: la crisis social que se agudiza en distintos planos, y la del conocimiento social desestabilizado y en reformulación. En efecto, por una parte, la doble crisis ha descargado todo su peso sobre las poblaciones que se han visto obligadas a actuar en condiciones inéditas, buscando responder a la situación con una agenda amplia que va, desde la resistencia a los efectos del cambio climático y la degradación ambiental, hasta la inclusión social para detener el deterioro de la calidad de vida, pasando por la defensa de los derechos colectivos. Por otra, la reconfiguración socioeconómica, política y espacial de la modernidad tardía, ha impactado de múltiples maneras a las ciencias sociales y humanas que hasta ahora habían tenido la responsabilidad y la atribución de comprender y explicar la modernidad, su desarrollo y sus conflictos (Almario & Ruiz, 2006, 2008).
Este breve texto es una aproximación a las relaciones entre crisis social y crisis del conocimiento social, al tiempo que destacamos que en éste último, se experimenta un giro ético-político estimulado por lo acuciante de los problemas sociales y la urgencia de su transformación.
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Asistimos en la actualidad a importantes transformaciones de la ciencia en general y de las ciencias sociales y humanas en particular, lo que implica tener en cuenta los siguientes niveles de problemas (Passeron, 2011; Giménez, 2003, 2004; García, 2003): 1) Las crisis de los paradigmas que orientaron el desarrollo científico-tecnológico de los últimos 50 años y que dieron sustento al análisis social. 2) Los procesos de refundación, interdisciplinariedad y transdisciplinariedad vigentes en las ciencias, y los que están en curso en las ciencias sociales y humanas; y 3) La capacidad de orientar la comprensión, explicación e interpretación de estos procesos y enfatizar el dominio de los referentes sobre los que se construyen las nuevas ciencias sociales. Adicionalmente, es necesario insistir en que lo que ocurre en el pensamiento social en general y en su nivel teórico en particular, se inscribe en una encrucijada mucho más amplia y de tipo social que se compone de múltiples y complejos niveles: la crisis de época y global sobre el destino colectivo de la humanidad con todas sus implicaciones ético-políticas; la incertidumbre intelectual acerca de la validez y pertinencia del tipo de conocimiento generado durante la modernidad, especialmente acentuada por los desafíos posestructuralista y posmodernista, que a su vez deben ser criticados y superados; el doble movimiento en el que debe discurrir el pensamiento social contemporáneo, tanto de reafirmación de su proyecto científico como de cuestionamiento de sus fundamentos y procedimientos, con miras a su restructuración o reconstitución pero sobre otras bases. Este proyecto regenerativo de las ciencias sociales y humanas puede ser visto en un sentido como una nueva utopía, pero en otro como un campo de acción que intenta revalorar la teoría social y oponerse al desencanto, la rutina y el cinismo en la vida académica, política y social. En todo caso, el pensamiento social reformulado ya no podrá tener pretensiones de hegemonía epistémica universal sino que, por el contrario, debe aspirar a la restitución de la complejidad y diversidad de lo humano, a reconocer los conocimientos otros y de los Otros, a reafirmar el inevitable destino común de la especie y a derivar de ello todas las consecuencias posibles, tanto en relación con la vida social y política como en lo tocante a su conocimiento especializado.
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El nuevo panorama social en configuración, evidencia una contradicción entre el análisis social estructural (convencional) y la complejidad de la realidad de la que pretende seguir dando cuenta con sus anteriores paradigmas analíticos y estrategias de investigación, lo que por otra parte está conduciendo, desde las últimas décadas, a que las ciencias sociales se planteen su urgente renovación o restructuración al hilo de las circunstancias presentes (Wallerstein, 1998); (Marcus & Fischer, 2000); (UNESCO, 2010). Lo cierto es que la realidad social y su estructuración se han modificado drásticamente en las últimas décadas por la reconfiguración del espacio, las sociedades y sus instituciones a escala global (Sassen, 2019); (Giddens, 2003); (Touraine, 1997), lo que por otra parte representa presión sobre los paradigmas analíticos de la modernidad dura o clásica y el anuncio de modificaciones importantes, como ya lo indican la emergencia de las “nuevas sociología” (Corcuff, 2005) y los cambios metodológicos en experimentación (Dubet & Martuccelli, 2000).
La nueva teoría social en proyección, gira en torno al cuestionamiento de la paradigmática idea de sociedad que se construyó al hilo de la modernidad sólida, según la cual, la realidad social se comprendía como algo estable y homogeneo (o en proceso de serlo) y, por tanto, reducible en última instancia, a algún factor condicionante como el sistémico, el económico, el político o el cultural, lo que negaba el carácter complejo y contingente de lo social. Al contrario, las tendencias renovadoras toman distancia de quienes sostienen, que las condiciones históricas actuan como fuerzas inapelables para las sociedades y en su defecto, explican que estas se encuentran inscritas en procesos civilizatorios y descivilizatorios a cuyas singularidades corresponde desentrañar en cada caso concreto (Elias, 1997). En la misma clave, se busca trascender los rígidos conceptos de sistema y estructura que se sustentan en una representación unitaria y totalizante de la modernidad y el capitalismo, y en su lugar proponer la noción de modernidades múltiples, que reconoce las tensiones entre el mundo moderno, concebido en términos de una sociedad mundial única, y la persistencia de diferentes trayectorias, hacia la modernidad, que ocurren en los más diversos horizontes sociales y culturales (Taylor, 2006; Eisenstadt, 2013; Schriewer y Kaelble, comp., 2010).
La sociedad, por las mismas dinámicas de la globalización o mundialización, y por la modernidad misma, ya no se puede concebir como un progreso de la integración de una estructura social, una cultura nacional y una soberanía política eficaz, como pretendió hacerlo la sociología fundada hace un siglo, precisamente, porque es en todos esos campos “clasicos” que la sociedad ha dejado de actuar y ofrecer alternativas, razón por la cual, ahora, como sotiene Dubet (2013), los individuos, cada vez más movilizados, están encargados de hacer lo que la sociedad ya no hace por ellos. Justamente, en eso consiste el nuevo “trabajo de las sociedades”, en actuar en el escenario que han abandonado el Estado, los partidos y las demás instituciones de la modernidad industrial, y en retomar las agendas colectivas olvidadas por ella; por lo mismo, las sociedades no solo no han desaparecido sino que se han reconfigurado; mantienen sus estructuras de poder pero también, siguen siendo el marco de referencia de la crítica social y de los movimientos sociales.
En la medida que se modifican las concepciones sobre la estructura social y las transformaciones de la sociedad en la teoría social, se modifican también los niveles de comprensión del carácter de la acción social y su alcance transformador, en el sentido propuesto por ejemplo por A. Giddens (2003). En efecto, desde esa perspectiva, en lugar de concebir la estructura social como algo rígido y externo a los actores, y por tanto restrictiva de la acción social, se la entiende como “habilitante” de esta última, en virtud del uso de la noción de “dualidad de estructura”; con lo cual se avanza en la superación del dualismo clásico que separaba al individuo de la sociedad, por cuanto el individuo ya no es solo un sujeto dentro de la sociedad sino también, un agente de intereses, lo que valida la idea de la acción social, de tal manera, que la acción no es una exclusiva cualidad del individuo, sino que éste se encuentra cosido al tejido de toda la sociedad y su organización que también, está habilitada para la acción, con lo cual la acción social deviene así en un campo en el que confluyen distintos actores e intereses de la vida social (económico, social, político, cultural). En la acción e interacción social, los distintos actores deben, por una parte, desde su experiencia, tramitar, negociar y validar sus propósitos; pero por otra, también deben atreverse a diseñar expectativas de futuro, como por ejemplo la esperanza de vivir juntos, iguales pero diferentes (Touraine, 1997) y la promoción de nuevos pactos políticos y simbólicos, que pueden ser a escala mundial o nacional, pero sobre todo, a escala de la vida cotidiana, de las ciudades y de las regiones, sobre las cuales se ha descargado la doble crisis de la modernidad tardía. No es casualidad que en la actualidad esto se exprese en propuestas como: el nuevo derecho a la ciudad (Acher, 2012), la planeación estratégica de nuevo tipo para el desarrollo de ciudades y regiones (Borja & Castells, 1997), o el derecho a la ciudad y el gobierno urbano con base en una nueva ciudadanía, presentadas en cumbres internacionales, escenarios académicos y movimientos comunitarios.
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Las ciencias sociales y humanas pueden seguir jugando un rol crítico y aportar a la transformación de condiciones sociales como las expuestas, si se disponen a renovar sus enfoques y metodologías, y si además lo hacen de cara a la situación que experimentan los grupos y sujetos reales. Lo cierto es que la labor siempre exigente de estas disciplinas, en la actualidad, les plantea no solo un desafío conceptual y metodológico sino también, un desafío ético-político. La cuestión a resolver consiste en cómo lograr un adecuado equilibrio entre ambas acciones y orientaciones, es decir, entre la comprensión analítica de la realidad y su posible impacto transformador. Como es sabido, esta ha sido una recurrente tensión en la modernidad, que discurre entre analíticas y proyectos sociales: aparece en Marx como la disyuntiva de si interpretar la realidad o transformarla; la expone Weber como la diferencia entre el político y el científico, y Gramsci como la opción del intelectual orgánico. Más allá de esos conocidos ejemplos, se cuenta con la que posiblemente sea, si no la mejor, al menos la más pragmática de todas, la de N. Elias (1990), que se sintetiza como “compromiso y distanciamiento”, una suerte de fórmula para enfrentar la cuestión, es decir, reconocimiento de los problemas sociales, pero diseños metodológicos consistentes para poder estudiarlos con seriedad.
En mi opinión, más allá de los asuntos epistemológicos y metodológicos en cuestión, lo que se está dando en la actualidad es una suerte de desplazamiento en el eje reflexivo convencional de las ciencias sociales, que va del análisis sin más a sus implicaciones ético-políticas, en el sentido que algunos analistas sociales y filósofos morales le dan a este tipo de reflexiones y perspectivas, en razón del interés público en juego. De esta manera es como valoramos perspectivas como las de M. Burawoy desde la sociología pública, de P. Corcuff desde la teoría política y la de M. Sandel desde la filosofía moral. En efecto, Burawoy (2005), en sus once tesis sobre la sociología pública, se cuestiona por “la creciente separación entre el ethos sociológico y el mundo que estudiamos”, deduce que el desafío para la sociología pública “son las diferentes formas en las que comprometerse con sus públicos”, destaca por ello “el interés particular de la sociología en la defensa de la sociedad civil afectada por la acción de los mercados y Estados”, y finalmente sostiene que todo esto hace de la teoría social “algo tan especial no como ciencia sino como fuerza moral y política” (p. 200). Por su parte, Phillippe Corcuff (2008) propone explícitamente la vía de la socialdemocracia libertaria como una nueva política de emancipación para el siglo XXI desde la cual, se despliega una crítica social pluralista que permite ilustrar una diversidad de modos de dominación autónomos y en interacción, que a su vez, son condición de posibilidad para la construcción de un espacio público en el que se ajustarían las tensiones entre una pluralidad de identidades, de poderes e intereses (pp.168-170). Michael Sandel (2008), teniendo como referencia las crisis del individualismo extremo en particular y de la democracia norteamericana en general, sostiene que en la base de ellas se encuentran los dilemas morales y cívicos de la vida pública estadounidense. Sandel sustenta que la cuestión de los “valores morales” de esa sociedad ha sido manipulada por las corrientes más regresivas en detrimento de los más profundos sentidos de su tradición política, razón por la cual invoca la necesidad de darle un mayor sentido moral a la vida política colectiva y de fortalecer “una política que ponga un mayor énfasis en la ciudadanía, la comunidad y la virtud cívica, y en la que se lidie más abiertamente con cuestiones relacionadas con la vida buena” (p.18). Estos breves pero sintomáticos ejemplos, ilustran el desplazamiento ético-político en el análisis social, que de fondo se puede explicar por la necesidad de darle un tratamiento de urgencia (en el sentido de W. Benjamin) a muchas situaciones y acuciantes problemáticas sociales, en los que están implicados de manera crítica el sufrimiento, la vida y la dignidad humana, y los cuales exigen de las disciplinas sociales o de la filosofía moral, precisamente, compromiso y distanciamiento, para estudiarlos y transformarlos.
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Para concluir, en un trabajo colectivo inspirado en la obra de Stuart Hall se sintetiza de esta manera el reto actual de las disciplinas sociales: “[…] asumir que el mundo es complicado, complejo y contingente no sólo como un precepto teórico sino también, como una forma de asumir el trabajo y la labor intelectual” (Restrepo, coord. 2014, 19). Mientras que, por su parte, S. Stavrides destaca el enfoque de Iveson que defiende: “una política crítica de la diferencia´ que abogue por los ´grupos oprimidos que pujan porque se incluyan en el espacio público sus valores y necesidades´ (Iveson, 2000:234), que es algo más que equiparar las diferencias. Supone abonar el terreno para la negociación y la comunicación a la par que se protege a los más vulnerables del imperialismo cultural” (Stavrides, 2016, 133). En esta nueva aventura del conocimiento, se abre para las ciencias sociales y humanas un camino hasta ahora inexplorado y desconocido, porque ya no se trata de conocer a los Otros sino de conocer con los Otros, de incorporar los saberes otros, sus diversidades, experiencias y expectativas. En resumen, reconocimiento de la complejidad y la contingencia en la realidad social, enfoque pluralista en el análisis y metodologías diversas en la investigación, así como compromiso ético-político con los públicos e interacción con los Otros, son algunas de las perspectivas que se ofrecen para la renovación crítica de las ciencias sociales.
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