El Covid-19 ha develado en forma súbita y dramática el carácter notoriamente injusto de la estructura social en la que vivimos, evidenciando que la mayor amenaza no es el virus sino la desigualdad. Tanto nuestras instituciones como nuestra sociedad son irracionalmente injustas.
Según la Organización Panamericana de la Salud, otras enfermedades como el dengue, cuyo brote más reciente inició en agosto de 2019, hasta la fecha ha infectado a casi tres millones de personas en América Latina. El mosquito que transmite el virus prospera en la pobreza, la falta de acceso a agua potable y saneamiento básico son sus mejores aliados, evidenciando que es una expresión de la extrema precariedad en la que subsisten millones de seres humanos. Peor aún, la desigualdad no necesita intermediarios para matar: casi dos millones y medio de niños y niñas menores de cinco años mueren anualmente por desnutrición, y lo peor es que sabemos que no es por insuficiente oferta de alimentos, sino por problemas relacionados con la distribución.
En las últimas semanas se nos ha planteado un dilema: salvar vidas o salvar la economía. Un dilema es siempre una elección trágica, por lo tanto, ninguna alternativa puede dejarnos satisfechos, escoger lo uno o lo otro conlleva un costo, un sacrificio. Sin embargo, no es exacto plantear el dilema en esos términos. La opción real para millones de personas es evitar el contagio o librarse del hambre. En realidad, no tienen dos alternativas diferentes sino dos diferentes formas de enfermar y, en caso extremo, de morir. El dilema entre vida y economía es engañoso. ¿De la economía de quién estamos hablando? El hambre no acecha ni al uno ni al diez por ciento más rico de la población. La economía pierde con el cierre de los negocios y el enclaustramiento de la ciudadanía, pero la magnitud de esa pérdida no se distribuye equitativamente. Gestionar ese equívoco dilema entre vida y economía lanzando a los obreros de la construcción y de la endeble industria nacional a las calles, significa ignorar que esta crisis es un momento para la redistribución y el cuidado de los vulnerables, es decir, de todos aquellos que no han logrado una inserción formal y productiva en el mercado laboral o que no poseen activos que les permitan hacer frente a los choques adversos.
Hay quienes asumen que la redistribución implica el desmantelamiento de las empresas o la abolición de la propiedad privada. Eso es una rotunda equivocación. La redistribución implica llevar a cabo lo que John Maynard Keynes denominó “la eutanasia del rentista”. Muchos de esos rentistas, quienes obtienen desproporcionadamente más de lo que aportan a la sociedad, se camuflan en la caridad.
En Colombia y Antioquia, desigualdad y captura de rentas van de la mano. Grandes fortunas se acumulan en la especulación financiera, con la tierra o con la obtención fraudulenta de contratos con el Estado e injustificables exenciones tributarias. El carácter especulativo de buena parte del capital no es una característica exclusivamente doméstica. De hecho, el diagnóstico de Thomas Piketty acerca del incremento de la desigualdad en el mundo, se basa en la observación de cómo la remuneración al capital crece desde hace unas décadas, mucho más rápido que la economía.
Gerald Cohen, judío, canadiense, filósofo y marxista, impartió en 1996 una serie de conferencias en la Universidad de Edimburgo que luego, en el año 2000, fueron publicadas con el sugestivo título “Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?”. Allí señala que la injusticia no es sólo el resultado de instituciones injustas (por ejemplo, una estructura tributaria y de gasto público que no reduce la enorme desigualdad en la distribución del ingreso), sino también, del grado de aversión que los miembros de una sociedad tengan hacia la desigualdad. En Colombia, las instituciones son injustas (por ejemplo, el coeficiente de Gini –que expresa una muy alta desigualdad– no disminuye después de impuestos y gasto social). La sociedad es injusta por cuenta del arribismo, la apatía y un exacerbado individualismo; de hecho, lo que el sociólogo Edward Banfield denominó familismo amoral, resultó ser un rasgo sobresaliente en el estudio llevado a cabo en 2013 por la Universidad EAFIT, la Gobernación de Antioquia, Sura e Invamer, titulado ¿Cómo somos los antioqueños? La solidaridad del familista amoral no va más allá de su círculo de parientes y amigos. Su sentido de lo público es algo débil, por tanto, lo es también su sentido de la justicia.
El Covid-19 es una oportunidad para reformar esa “normalidad” injusta que mantiene a tantos millones de personas en situación de vulnerabilidad. Esto supone trabajar simultáneamente en reformar las instituciones (principales disposiciones de política económica y social) y el ethos de injusticia que permea la sociedad (promover un sentido de solidaridad que vaya más allá del círculo íntimo, basado en un compromiso con la justicia y la equidad, lejos de la caridad que nos lava de culpas y “administra” la pobreza, pero no la resuelve).
Por todo lo anterior, recogemos el cuestionamiento al término “distanciamiento social” y nos sumamos a la propuesta de cambiarlo por “distanciamiento físico”. En lugar de distanciarnos socialmente, proponemos abandonar el retiro a la vida privada, para vigorizar la esfera pública. Las tecnologías de la comunicación y la información permiten que la distancia física no sea un obstáculo para la acción colectiva. No podemos aceptar que el Covid-19 se use como coartada para acallar los reclamos de justicia social e ignorar la obligación de construir la paz. Ha llegado el momento de una agenda redistributiva y considerando el severo sesgo anti-campesino del estilo de desarrollo colombiano, es claro que dicha agenda incluye la plena implementación de la reforma rural integral del Acuerdo de Paz.
La promoción de esa agenda redistributiva y de construcción de paz requiere de la defensa de las libertades civiles y políticas. Es necesario cerrarle el paso al eventual uso de la situación de excepción como coartada para erosionar al Estado de Derecho como estado de control del poder. Debemos someter a escrutinio crítico cada medida de emergencia con el fin de contener cualquier asomo de autoritarismo.
El Covid-19 tiene una doble dimensión: desnuda las estructuras de injusticia y pone en evidencia la necesidad de la acción colectiva organizada para promover cambios fundamentales en la sociedad. Es cierto que esta pandemia nos ha sorprendido a todos, pero no puede inmovilizarnos y llevarnos al conformismo o a la cómplice aceptación de las apremiantes elecciones trágicas que el virus precipita, pero que surgen de las injusticias que este ha encontrado al llegar a la “normalidad” de nuestro país y de nuestra región.