La nuestra es una invitación a propiciar un contexto favorable que nos permita plantearnos las preguntas de fondo, pues uno de los principales problemas de lo que pasa en Medellín es que no hemos logrado determinar cuál es el centro del debate.
Gerard Martin
Sociólogo e investigador. Es autor de varios libros sobre la actualidad colombiana, entre ellos, “Medellín, tragedia y resurrección. Mafias, ciudad y Estado. 1975 – 2012”. Fue asesor de proyectos del Instituto Francés de Investigación para el Desarrollo, investigador senior para el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y USAID. Además, ha acompañado ciudades en temas de gobernabilidad y seguridad ciudadana.
¿Cuáles han sido los principales debates y discusiones que se han dado y se dan hoy frente a la violencia en la sociedad – y en particular en Medellín y Antioquia - durante estas tres décadas?, ¿cuál ha sido el rol de las organizaciones sociales frente a estas problemáticas y debates? Para responder estas preguntas será necesario aproximarse al por qué para analizar cómo la sociedad (local) ha evolucionado durante estas tres décadas, es fundamental tomar en cuenta los debates y problemáticas sugeridas en ellas por las organizaciones sociales, sin solo limitarse a analizar planes de desarrollo y programas de gobierno.
Violencia y paz: el eje central de cuatro décadas de debate en sociedad
Introducción
En este ensayo presento algunos insumos para la reflexión en torno a dos preguntas ambiciosas pero inspiradoras, que ameritan sin duda, un tratamiento más elaborado e histórico del que ofrezco acá: ¿Cuáles son los principales debates que se han dado sobre la violencia, en la sociedad, durante las últimas décadas? Y ¿cuál ha sido el rol de las organizaciones sociales en ellos y frente a la problemática de la violencia en general?
Contrario a la creencia de que en Colombia la violencia fue siempre la misma, en las últimas décadas han sido grandes sus transformaciones y es evidente que el contenido, el tono y la participación de las organizaciones sociales en los debates sobre la problemática, también han cambiado. Esto no excluye algunas continuidades: Primero, el binomio violencia-paz siempre ha sido el eje central de las reflexiones en las organizaciones sociales durante estas décadas, y en general (pero no siempre) a partir de una preocupación ética - política para superar la violencia y pacificar la sociedad. El corazón del debate ha sido más cómo alcanzar la paz, y menos en que consiste ella, ya que mientras algunos aspiran a cero homicidios, otros tienen exigencias mayores (inclusión, equidad, reformas políticas). Segundo, la coyuntura política y las tragedias diarias (masacres, magnicidios, líderes sociales asesinados) marcaron las discusiones, dificultando casi siempre ver el bosque a través de los árboles, en particular en los momentos más agudos de la violencia, cuando el país vivía pegado al radio y al televisor. Tercero, la violencia no se analiza en los mismos términos en el mundo político, académico o de opinión pública, pero las organizaciones sociales como la Corporación Región, con frecuencia han intentado ser un puente entre estos diferentes ámbitos.
Estructuro este ensayo desde una periodización esquemática, no para desarrollar un argumento evolucionista, sino para precisar los principales contenidos de los debates en cada periodo, y el papel de las organizaciones sociales en ellos y también, para invocar las respectivas coyunturas políticas y acontecimientos violentos. Cuando hablo de ‘violencia’ me refiero a su forma instrumental, como recurso de eliminación y destrucción, y bajo las diferentes modalidades de victimización que las organizaciones armadas decidieron utilizar. Modos individuales de violencia (riñas, violencia interpersonal e interfamiliar) y formas de exclusión, opresión y agresión, se retro-alimentaron de una u otra manera con la violencia (en el sentido indicado), pero no es un asunto que para analizar en este ensayo.
En cuanto a organizaciones sociales, me refiero en particular a las de tipo investigación-acción con una preocupación central en el tema de violencia, como la Corporación Región. Otras expresiones, organizativas comunitarias (barriales, veredales), cooperativas y la protesta social quedan sub-dimensionadas.
Los Ochenta: confusión, eufemismos y miedo.
Retrospectivamente se puede argumentar que el nuevo ciclo de violencias inició a mitad de los setenta y que sus aspectos principales fueron, por un lado, la compleja interferencia entre redes criminales, actores armados ilegales, eslabones corruptos del Estado y por otro lado, que la mayoría de las víctimas fueron civiles o sea, no fueron miembros de las bandas, razón por la cual Daniel Pécaut ha sugerido el concepto de Guerra contra la sociedad y no, el de guerra civil.
Todo aquello no fue tan evidente para los contemporáneos; los que vivieron, pensaron y debatieron las violencias a finales de los setenta y durante los ochenta, la entendieron más bien en términos de una prolongación tardía de La Violencia: la guerra civil larvada a mitad del siglo entre conservadores y liberales. Las redes criminales del tráfico de cocaína se estaban apenas construyendo, y aun cuando La Violencia tuvo su fin oficial con el arranque del régimen del Frente Nacional (1958-1974), hubo disidencias armadas y casi de inmediato aparecieron también, núcleos guerrilleros comunistas inspirados en la revolución cubana (1959) y en el Maoismo, que se auto-legitimaron como producto ‘necesario’ del carácter ‘excluyente’ del Frente Nacional; interpretación retomada con frecuencia aun hoy, de manera a-critica.
La especificidad de la gran coalición bi-partidista del Frente Nacional fue la milimétrica distribución del poder entre los Partidos Liberal y Conservador desde la presidencia hasta el nivel municipal. La fórmula fue introducida en común acuerdo entre los dos partidos para neutralizar la violenta rapiña por el control del erario público, de los puestos oficiales, y contratos públicos. Tuvo exito en su objetivo principal de disminuir la violencia bi-partidista, pero el precio a pagar fue una especie de estancamiento y ensimismamiento político en la capital, justo cuando el país vivía transformaciones históricas que requerían drásticas reformas institucionales que nunca llegaron. Muchas oportunidades y necesidades, producto del intenso proceso de modernización quedaron, en buena medida, desatendidas: vías, transporte público, informalidad urbana, informalidad rural, grandes fronteras internas incorporadas de manera privada en la economía del país, pero con débil institución estatal. Veamos un ejemplo, no el menor, de los atajos a los que los gobiernos recurrieron para solucionar problemas: en la educación oficial primaria y secundaria para ampliar la cobertura, en vez de construir nuevos colegios, se recurrió al truco de la doble jornada, dos (a veces tres) turnos en el mismo colegio; el resto del día la juventud estaba en la calle. Lo increíble, ¡80% de ellos estudian bajo esta barbaridad hoy! Mientras tanto, el consumismo (el televisor y otros electrodomésticos) tuvo fuertes características libertadoras y el viejo imaginario político bi-partidista perdió importancia, en particular en las ciudades, donde las redes clientelares terminaron siendo una entre muchas modalidades de rebusque para las nuevas clases populares.
En realidad, el Frente Nacional no fue un régimen políticamente tan excluyente como se decía y con frecuencia aún se repite. Por ejemplo, el Partido Comunista Colombiano tuvo concejales, diputados y congresistas durante el Frente Nacional, gracias a alianzas con facciones liberales y conservadoras. El problema era otro; ante las nuevas necesidades y expectativas, el centralismo se hizo anacrónico y los ciudadanos se dirigieron hacia redes alternativas (para-institucionales, clientelares, informales, ilegales) para solucionar sus necesidades, incluso en seguridad. Aun así, desde una perspectiva histórica, el Frente Nacional figura como un periodo de relativa paz, intercalado entre La Violencia y las violencias recientes. De hecho, la degradación del campo político y la dramática intensificación de la violencia se generaron pos-Frente Nacional, entre 1975 y 1990. Dos factores interrelacionados, uno político y otro criminal, fueron particularmente influyentes en ella:
El Primero, las regulaciones milimétricas del Frente Nacional finalizaron en 1974, pero no fueron remplazadas por nuevas fórmulas propias de un campo político-electoral moderno: ni voto anónimo, ni tarjetón, ni listas cerradas, ni financiación transparente de campañas, etc. En consecuencia, por dos décadas, el campo político-electoral colombiano operaría como un free for all, que solo se corrigió parcialmente a finales de los ochenta. Este desorden, con su multiplicación ad infinitum de facciones, listas y candidatos, facilitó la penetración de dineros calientes en la política, y con ello, la formación de una criminalidad mafiosa organizada capaz de implantarse permanentemente en lo político-institucional. Evidentemente, un mundo político tan fragmentado no podía producir una nueva institución simbólica de la sociedad; dominaba la gestión por emergencia y a corto plazo. No es tan sorprendente, entonces que otros, lograran imponer sus narrativas a sectores de la sociedad. El Paro cívico nacional de 1977, apoyado por las federaciones sindicales de casi todas las direcciones políticas, duró apenas un día, pero fue masivo y se acompañó de expresiones violentas (provocaciones organizadas por sectores cercanos a las organizaciones armadas), y fue de inmediato mitificado como expresión de un ambiente pre-revolucionario y de progresiva unificación de todas las organizaciones sociales.
El Segundo factor, la irrupción del tráfico de cocaína. Su evolución durante los setenta e inicios de los ochenta fue poco debatida y poco estudiada, y se vivió como una bonanza económica y financiera del momento. Al mismo tiempo, el nuevo negocio provocó un revolcón en el bajo mundo; se pasó de una criminalidad todavía algo folclórica, peleando a bala, hacia un crimen organizado mafioso, capaz de penetrar lo político-institucional, como ya vimos. Los nuevos criminales se rodearon de bandas armadas, pero también encontraron sectores de la fuerza pública y del aparato judicial dispuesto a corromperse. Las guerrillas a su vez se metieron de varias maneras con la bonanza, gravando cultivos, laboratorios, rutas. Es en buena parte por su relación con estos negocios, que las Farc y el M19 en particular, tomaron un segundo aire, razón desde luego negada por los que veían en el Frente Nacional, la causa principal.
Ahora bien, si las visiones y decisiones de los diferentes protagonistas hubieran sido otras, la desregulación del bi-partidismo y la apertura del régimen de partidos durante los setenta, podrían haber generado una sociedad más abierta, con una sociedad civil más activa y más autónoma. Trágicamente los gobiernos pos Frente Nacional no modernizaron las instituciones al ritmo y enfoque requeridos y se generaron muchos vacíos: territoriales, de monopolio de violencia, de cobertura y calidad de servicios, que fueron hábilmente aprovechados por los ilegales intolerantes con las organizaciones sociales, que terminaron amenazadas, asesinadas o cooptadas por los actores armados: guerrilla, paras, fuerza pública en deriva. Las pocas organizaciones sociales que mantuvieron contra viento y marea una cierta autonomía, se vieron diezmadas por el terror criminal, como fue el caso del Comité de Derechos Humanos de Antioquia.
Los estudios y debates se focalizaron en el análisis de lo narco-paramilitar (MAS, MRN, Acdegam, etc.), la primera masacre narco-para-política (agosto de 1983, en Segovia), las revelaciones sobre el congresista (suplente) Escobar y el asesinato del ministro de Justicia Lara Bonilla (1984) por los narcotraficantes. Es con la demencial toma guerrillera del Palacio de Justicia y la retoma por la fuerza pública, en pleno centro de la capital del país, que la guerra hace irrupción en la escena nacional y es interpretada como el cierre simbólico y real de los esfuerzos de paz del gobierno Betancur (1982-1986) y su “gran dialogo nacional para escapar al engranaje de la violencia”. Betancur puso fin al Estatuto de Seguridad, liberó y amnistió sin pre-condiciones a 500 miembros de organizaciones armadas (casi todos de inmediato se reintegraron a sus respectivas guerrillas), logró el ceses al fuego con las Farc, el M19, el EPL y varias guerrillas más, y permitió que crearan brazos políticos (UP, Frente Popular, A Luchar), pero el desencuentro fue total: Jacobo Arenas jefe de las Farc, califica la coyuntura de “revolucionaria” y reconfirma en 1985 la decisión ya tomada por las Farc y el PCC en 1982, de pasar a la ofensiva y tomar el poder por las armas. De nada sirvió que las esperanzas insurreccionales investidas en el Paro cívico nacional, convocado para el 20 de Julio de 1985, meses antes de la toma del Palacio, no se materializaran. Con el regreso oficial a las armas cayeron también, víctimas de la UP (1061 miembros asesinados entre 1984 y 1990 y 537 más, después), que aspiraban a una cierta autonomía y a aliarse con otras iniciativas políticas de la izquierda.
Fuente:Universidad El Rosario
Durante el primer lustro de los ochenta, era difícil adivinar la dramática intensificación de la violencia que vendría y mucho menos un universo de victimas superior al de La Violencia. Los debates giraron con frecuencia en torno a las causas “objetivas” y “estructurales” de la violencia: En lo político, el Frente Nacional, la declaración semi-permanente del Estado de sitio, las políticas represivas del gobierno de Turbay (1978-1982), y de Estados Unidos con “su guerra fría y contra las drogas”, pero casi no se generaba un debate serio sobre la política colombiana frente el tráfico de cocaína y sus expresiones criminales (La criminología es de muy reciente trayectoria en Colombia, y todavía menos practicada en las facultades de economía o derecho). En lo socio-económico, la pobreza rural y urbana, la informalidad, el desempleo, la baja tasa de sindicalización. Persistía también la tendencia de leer la violencia siempre, como el producto de luchas políticas y sociales cuando, la gran mayoría de los colombianos estaban bregando a conseguir lo necesario para el día a día. En lo ideológico, las guerras civiles y revolucionarias en Nicaragua y El Salvador generaron distintas expectativas, y los llamados nuevos movimientos sociales, urbanos, de género, juveniles, identitarios, fueron investidos de la esperanza de poder ayudar a pasar de la protesta social al levantamiento generalizado.
En la cruda realidad, aquellos ejercicios de unidad eran “puro cuento”, ya que dominaba la fragmentación y el llamado “canibalismo de izquierda”, cuyos casos más emblemáticos fueron las guerras sindicales bananeras en Urabá, desde 1983 en adelante. Allá, el PC-ML/EPL y el PCC/FARC compitieron manu-militari y con terror por la afiliación de los trabajadores a sus respectivos sindicatos; asesinaron obreros, dirigentes sindicales, mayordomos y administradores del otro bando; ambas facciones acusaron sistemáticamente al Estado y a los bananeros de esas muertes. En este juego de sombras, pronto se mezclaron también, organizaciones narco-para-militares y la fuerza pública. De los 207 miembros de sindicatos asesinados entre 1984 y 1990 en Antioquia (el 54% del total nacional), 137 lo fueron en Urabá.
La participación de la CSTC en la creación de la CUT, en 1986, como unificación de varias federaciones sindicales, fue una hipocresía, ya que su partido político, el PCC, apostó a la subordinación de lo sindical a la lucha armada. “Sencillamente [a los sindicatos] se los tragó el remolino de la guerra, del conflicto interno”, explica Álvaro Delgado, antiguo dirigente del PCC, en su libro autobiográfico, Todo tiempo pasado fue peor (2007: 259). “Al fin de cuentas todo ese proceso se vio entorpecido por el nacimiento del mandato guerrillero” (ídem: 264), “por la supeditación final de la lucha política por la lucha armada” (ídem: 277). “Los sectores de izquierda se entusiasmaron con la guerra, con el uso de la fuerza y comprometieron al movimiento sindical” (ídem: 279). Debo precisar: a casi todo movimiento u organización social en su área de influencia territorial.
Ante esta situación, en los debates dominaban los eufemismos. Reconocer públicamente la estrategia de la combinación de todas las formas de lucha: social, política, armada, promulgada por el PCC y otros partidos de la izquierda armada, era anatema: criticarla era contribuir a criminalizar organizaciones políticas y sociales. Para dar un ejemplo: la Escuela Nacional Sindical (ENS) en Medellín, considerada por muchos una fuente seria del análisis sindical, en sus informes sobre la violencia de la época, jamás reconoció el papel de la guerrilla. Otro ejemplo: el ajusticiamiento por un comandante de las Farc de un frente de 164 guerrilleros insumisos, acusados de “infiltrados”, no fue considerado en la izquierda como aberración, o como la acción de un paranoico, sino, como una falsedad producida por el régimen y no llevó a un debate serio sobre el operar interno de las organizaciones armadas, sus prácticas sistemáticas de ajustamiento interno, y el “todo vale” para el bien de la revolución. Los debates, no solo eran híper-politizados, muchas veces también, poco sinceros por admiración o miedo a los armados. Organizaciones de derechos humanos internacionales como Amnistía desde Europa, y Human Rights Watch desde Estados Unidos, intensificaron sus informes sobre Colombia, pero sufrieron de los mismos sesgos –muy orientados en lo político y lo institucional- y con grandes dificultades para entender cómo las diferentes dinámicas (guerrillera, paramilitar, narco) interferían y evolucionaban hacia lógicas de acción violenta más autónomas.
Mientras tanto, a mitad de los ochenta, en la academia los violentólogos investigaban sobre todo, el tema de la Violencia lo cual dio el nombre a la disciplina. Debatieron sobre su posible unidad (levantamiento campesino, tensión revolucionaria, guerra civil, demanda desordenada de cambio, etc.), pero también sobre su diversidad regional y periodicidad. Estos debates eran el punto de partida para interpretar los nuevos hechos. Como escribió Gonzalo Sánchez (1986: 257), “todavía hoy, Colombia se encuentra enfrentada a los conflictos desencadenados por la Violencia o reprimidos por ella”. Sin embargo, durante la segunda parte de los ochenta, los análisis académicos hicieron un importante giro hacia la actualidad, evidente en obras colectivas - realizadas desde Bogotá- como Violencia y Democracia (1987) contratada por el gobierno Barco; Al filo del caos (1990), y Pacificar la Paz (1992). En todas se muestra la heterogeneidad de las violencias (desde las más organizadas y más des-organizadas), su multi-causalidad, su diversidad regional y la necesidad de un enfoque integral para superarlas.
Los que se metieron con la realidad fueron en primera línea los periodistas, sobre todo en la provincia. En Medellín, los estudios iniciales tenían un marcado enfoque periodístico y descriptivo, innegable en No Nacimos Pa’ Semilla (1990) de Alonso Salazar, el único libro escrito en los ochenta sobre la violencia de aquellos años que hoy, puede ser considerado un clásico. En 1990, la socióloga María Teresa Uribe constata de manera auto-critica que los investigadores sociales de su universidad, la de Antioquia, desconocían la realidad que se vivía a diez cuadras del campus, y que la descubrieron apenas aquel año, gracias a Rodrigo D No Futuro (1990), la película de Víctor Gaviria, a su vez la mejor película de los ochenta sobre la violencia de la década.
Lo puesto en escena por Salazar y Gaviria visibilizó una escandalosa deuda social, y generó además de una enorme cantidad de columnas y debates, la creación de numerosos programas orientados a la juventud de los barrios pobres. Menos observado y debatido fue otro elemento presente en particular en el libro de Salazar, a saber, la relativa autonomía con la cual ya proliferaban las violencias y los cruces entre sicarios nihilistas y a-políticos con otros actores armados, específicamente las milicias guerrilleras y las redes criminales. Aquella autonomía de la violencia terminaría siendo un factor importante en los extremos a los cuales llegó la situación, pero ha figurado poco en los debates de entonces y de hoy.
1995-2005: esperanzas de paz y realidades de guerra
Durante este periodo, el tono de los debates sobre la violencia se mueve entre la esperanza y la desilusión, pero con una dramática polarización de la sociedad desde finales del siglo en relación con el conflicto armado.
La esperanza fue alimentada en un primer momento, por la desmovilización de ocho guerrillas, en especial del M19, por la Asamblea Constituyente y la nueva constitución, con su promesa de profundizar la democracia y el acceso ciudadano a sus derechos. Hubo además un descenso sistemático en la tasa de homicidios entre 1991 y 1998. En este contexto nacieron numerosas organizaciones sociales comprometidas con las vías democráticas y hubo, de forma más general una cierta re-dinamización de la sociedad civil a nivel nacional y en las ciudades y con algunas excepciones, mucho menos en el campo. En Urabá, la desmovilización del EPL generó por un par de años un ambiente constructivo en el cual sectores privados, organizaciones sociales y reinsertados cooperaron; sin embargo, algunas disidencias y el exterminio de los desmovilizados por parte de las Farc, llevo progresivamente a un nuevo capítulo de canibalismo de izquierda, en el cual el CINEP intentó mediar. En Medellín se respiraba un aire esperanzador más duradero por la entrega de los capos y la labor de la Consejería Presidencial (1990-94). La victoria en contiendas electorales locales de candidatos independientes, Antanas Mockus y el ex guerrillero Navarro Wolf, parecían confirmar las buenas tendencias.
Desarrollos internacionales tales como: el fin de la dictadura de Pinochet (1990), la liberación de Nelson Mandela (1990), su elección como presidente (1994), los acuerdos de paz en El Salvador (1992), la elección de Clinton (1992), la derrota de Sendero Luminoso en Perú –aún que a mano dura –, y por supuesto la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética (1991), y las revoluciones democráticas y pacificas en sus países satélites, con algunas excepciones también, reorientaron los debates sobre la democracia y las relaciones entre sociedad civil y Estado.
Durante el gobierno de Samper (1994-98), el conflicto armado volvió a intensificarse con la proliferación de las Convivir, el reordenamiento narco-paramilitar, su federalización en las AUC (1997), y las posturas ofensivas de las Farc y el Eln. Uno de sus escenarios fue otra vez el Urabá, donde una nueva guerra (1994-1997) enlutó la región, mezclando el exterminio de los Esperanzados con una ofensiva narco-paramilitar, liderada por los hermanos Castaño, que a sangre y fuego saca a las Farc de la zona bananera y de su histórico centro operacional, en la extensa zona veredal del corregimiento San José de Apartado. Mientras tanto, el único acuerdo gestionado por Samper fue el Pacto del Nudo del Paramillo, en el cual las AUC, a cambio de reconocimiento político e inicio de negociaciones, prometieron dejar los civiles por fuera de sus combates. Sin embargo, cuando Samper reintroduce la extradición y la DEA intensifica sus operaciones en el país, las Auc cambian de estrategia y consiguen un vertiginoso auge, de 4.000 a 18.000 integrantes entre 1998 y 2000.
Entre 1997 y 2002, los secuestros, asaltos a pueblos, masacres, desapariciones forzadas, muertes en combate y otros indicadores del conflicto armado se incrementaron sin cesar. Según el CNMH, entre 1991 y 1997, hubo 17.288 secuestros, 50% por las Farc, 38% por el Eln, y 12% por las paramilitares, y otros 5.336 únicamente por las Farc, durante sus negociaciones con el gobierno de Pastrana en El Caguan (1998-2002). La palabra “guerra” se impone, pero además de una guerra contra la sociedad, también se hizo una guerra militar de verdad: mientras en Afganistán en 12 años (2002-2014), murieron 3.400 soldados aliados, en Colombia en 7 años (1995-2002) perecieron en combate, 5.000 soldados y policías. La debilidad de la fuerza pública pre-Plan Colombia fue tal, que ante la ofensiva guerrillera, el 20% de los municipios del país quedaron sin policía alguna.
Fuente:El País España
Ante estas tragedias, volvieron los debates sobre las causas y problemas ‘estructurales’, esta vez en particular alrededor de las insuficiencias y propuestas incumplidas por las reformas de 1991; la persistente pobreza, la inequidad, el problema de la tierra y otros desafíos. Daniel Pecaut (1998: 82), explicaba que: “la idea de la democratización no puede ser considerada como un remedio milagroso para la violencia, y esta no se debe resumir como una demanda de democratización”. Los grandes temas debatidos: neoliberalismo, globalización, imperialismo, tampoco facilitaron una visión de la esfera pública como escenario de acción. Peor aún, el miedo regresó e impactó fuertemente a las organizaciones sociales, pues las nuevas masacres y magnicidios apuntaron a voces independientes, para forzar la polarización e imponer una dinámica de guerra civil. Entre los más sonados, figuraron el asesinato del defensor de las negociaciones de paz, y profesor universitario Jesús Antonio Bejarano, a manos de las Farc; el del antropólogo de la Universidad de Antioquia, Hernán Henao, y la masacre contra los investigadores del CINEP, Mario Calderón, Elsa Alvarado y su padre, perpetrados por las AUC.
Cuando durante los dos últimos años del gobierno de Pastrana (1998-2002) se esfuman las esperanzas de paz con las Farc y el Eln, la opinión pública se polariza y el conflicto armado se intensifica a tal punto que se instaura un reino del terror, y el miedo paraliza buena parte de la sociedad. La coyuntura que precede la victoria de Álvaro Uribe sobre Serpa, en las elecciones de 2002, estuvo signada por muertes, desplazamientos y los secuestros de: Ingrid Betancourt (febrero 2000); los 12 diputados en Cali (abril de 2002); el gobernador Guillermo Gaviria y su asesor Gilberto Echeverri (abril del 2002 asesinados el 3 de mayo de 2003); las muertes de 79 civiles en Bojaya por las Farc (mayo del 2002); el éxodo de 12.000 de los 19.000 campesinos de Granada que huyeron a Medellín aterrorizados por la guerrilla y los paramilitares; escenas que se repitieron en decenas de municipios y regiones.
Con la elección de Uribe, el 11 de septiembre y la guerra internacional contra el terrorismo, liderada por Estados Unidos, los debates sobre la violencia en Colombia cambian. La política de seguridad ciudadana promovida por Uribe, y posibilitada gracias a los recursos del Plan Colombia, creado entre Clinton y Pastrana, así como su decisión de negociar con los paramilitares, fueron los nuevos temas centrales, debido a la supuesta colusión con los paramilitares, al riesgo de mayores violaciones de derechos humanos por parte de la fuerza pública y el incremento del conflicto armado. Los dos primeros riesgos, en efecto se materializaron y las organizaciones sociales corroboraron su revelación: la para-política y los falsos positivos. Sin embargo, en vez de la intensificación del conflicto armado, se dio una muy significativa pacificación pero como suele suceder, fue poco debatida o analizada para evitar tener que dar algún crédito a la repudiada política de seguridad democrática o a las negociaciones con las AUC. Retrospectivamente, se puede constatar que la mayor reducción de los homicidios y otras modalidades de victimización, se dieron durante los dos primeros años del gobierno Uribe (2002-2010) y que el factor más importante parece haber sido, el cese al fuego unilateral de las AUC en diciembre del 2002. De hecho, en Medellín, la menor tasa de homicidios entre 1975 y hoy, fue en el año 2003 en particular en la Comuna 13, donde se redujeron de 299 (2002) a 95 (2003). Tampoco ha sido debatido de manera sería el impacto del Plan Colombia, más allá de su apoyo a las fumigaciones, y pocos parecen interesarse en las lecciones aprendidas con la profesionalización de la fuerza pública, el fortalecimiento del acceso a la justicia, o el mejoramiento de las cadenas productivas en zonas de cultivos ilícitos.
Desde 2005: derechos de las víctimas y esperanzas de pos-conflicto
Un cambio paradigmático se ha generado desde 2005 en los debates sobre la violencia, y el aporte de las organizaciones sociales ha sido fundamental en ello, en particular por su contribución y presión entorno a la Ley de Justicia y Paz (2005/2006), y su exigencia de garantizar los derechos a verdad, justicia y reparación de las victimas del paramilitarismo. Con esta ley por primera vez en Colombia, las víctimas se posicionaron en el centro de la atención pública, los debates, y las negociaciones con las organizaciones armadas. Inicialmente, fue entendida como una victoria sobre el gobierno de Uribe y su argumento de que las AUC no aceptarían desmovilizarse sin garantías judiciales. Se esperaba además que esta justicia transicional y restauradora, revelara en particular las responsabilidades del Estado, las dimensiones de la para-política y los crímenes de los paramilitares. Sin desconocer los problemas e insuficiencias, este ha sido en buena medida el caso. Nunca antes supimos tanto sobre el conflicto armado en el país como ahora, gracias a todo lo divulgado por Justicia y Paz.
Inevitablemente, Justicia y Paz generó debate sobre la necesidad de incluir el enfoque de víctimas y de justicia restaurativa en eventuales negociaciones futuras con la guerrilla, como efectivamente sucedería con las Farc, bajo la presión del gobierno, de las víctimas, de organizaciones sociales y la comunidad internacional. Tampoco ha faltado hipocresía: algunos que defendieron de manera ejemplar los derechos de las víctimas de los paramilitares, hoy parecen interesarse más por los desmovilizados de las Farc, que por sus víctimas. Más allá de los novedosos dispositivos de Justicia Transicional creados por ellas, a partir de la Ley de Justicia y Paz, la Ley de Victimas (2011) y el acuerdo con las Farc (2016), las investigaciones lideradas inicialmente por el Grupo de Memoria Histórica (2006-2011) y después por el Centro Nacional de Memoria Histórica, han catalizado una novedosa, dinámica y variada agenda en organizaciones sociales y centros académicos en memoria y memoria histórica del conflicto armado. La difusión y el acceso a estos trabajos se ven además muy fortalecido gracias a los nuevos medios sociales. Cuando antes, para verificar acontecimientos, fechas, personas, procesos judiciales y contextos, uno necesitaba recurrir a publicaciones, bibliotecas y archivos, hoy la web garantiza acceso a casi todo, y disposición inmediata de todos, incluso en las regiones más alejadas del país, no obstante, las limitantes que puede haber para acceder la web.
Fuente: El Heraldo
El Nunca Más: un horizonte común de debate.
Según Aristóteles, la polis existe por naturaleza y por naturaleza el ser humano es un animal político. En otras palabras, los seres humanos tienen una capacidad innata para asociarse, decidir en común como actuar bien y justo y hacer política y no la guerra. El filósofo precisa que esto no quiere decir que todos los seres humanos vivan en una polis, ya que ésta debe ser construida por humanos, que a veces fallan en erigirla entre otras razones porque algunas personas a-sociales (sin comunidad, sin ley, sin corazón) les llevan a ser amantes de la guerra. Hoy sabemos que en tiempos de Aristóteles, existían unas 900 polis, y a la vez muchos núcleos poblados y una serie de veredas organizadas y asociadas, gracias a una variedad de herramientas democráticas (asambleas, asociaciones, concejos, elecciones, etc.), que varían de una polis a otra, pero que compartían la construcción política de la colectividad para el bien común, a través del debate.
Para que la asociatividad política que Aristóteles considera propia del animal político, prospere, se requieren ciertas condiciones. En Colombia, entre 1985 y 2005 en muchos lugares, esas condiciones se fueron degradando a punta de violencia y terror. Las organizaciones sociales, minorías activas que operaron bajo dichas condiciones e intentaron debatir y actuar en autonomía por el bien común, son hoy, a veces a-críticamente, reconocidas como resistencias o resiliencias y sin duda, la Corporación Región es una de ellas.
Durante el último decenio, gracias a las negociaciones y desmovilizaciones de las Auc y las Farc, la sociedad ha conocido una importante pacificación, y las condiciones asociativas para debatir y decidir en común sobre el bien y lo justo se han mejorado radicalmente. En su excelente libro Por que no pasan los 70. No hay verdades sencillas para pasados complejos (2018), Claudia Hilb explica refiriéndose al caso argentino que, para tener un horizonte común como sociedad pos-dictadura o pos-conflicto, el problema no está en las opiniones opuestas o en las diversas interpretaciones del pasado, sino en el reconocimiento entre todos de un principio común no-negociable: el Nunca Más. Hoy en Colombia, muchas organizaciones sociales orientan el debate sobre la violencia en esta dirección. Ojalá un día, este compromiso pueda ser de toda la sociedad.
Delgado, Á., & Ospina, J. C. C. (2007). Todo tiempo pasado fue peor: entrevistas hechas al autor en 2005 por Juan Carlos Celis, revisadas en febrero de 2007. Carreta.
Hilb, Claudia. (2018). Por que no pasan los 70. No hay verdades sencillas para pasados complejos
Pecaut, Daniel. (1998). “La contribución del IEPRI a los estudios sobre la violencia en Colombia”, en: Análisis político, Bogotá, No. 34, IEPRI-Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, p. 73.
Sánchez, Gonzalo. (1986).
Violencia, paz, debate, organizaciones sociales, sociedad.
Lorena Zárate
Presidenta de la Coalición Internacional del Hábitat. Es Historiadora en la Universidad de La Plata. En 2004 y 2005 participó en la elaboración y difusión de la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad. También colaboró con la Relatoría Especial de la ONU para el Derecho a la Vivienda Adecuada y con la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos en la elaboración de informes temáticos y recomendaciones para gobiernos nacionales y locales en relación con las medidas para garantizar los derechos a la tierra y a la vivienda y el derecho a la ciudad a escala global.
Desde hace medio siglo, el derecho a la ciudad funciona como potente bandera de reivindicaciones y luchas urbanas, así como tópico recurrente del debate académico multidisciplinario en diversos lugares del mundo. Se encuentra ya formulado y reconocido en instrumentos jurídicos y políticas públicas locales y nacionales, y cada vez son más frecuentes las referencias al derecho a la ciudad en documentos internacionales.
El Foro Social Mundial (en sus diversas ediciones globales, regionales y temáticas), instaurado a inicios del nuevo milenio, constituyó uno de los espacios fructíferos para intercambios y debates que permitieron caminar en la construcción colectiva de este nuevo paradigma para asentamiento humanos más justos, democráticos y sustentables. ¿Qué avances, retrocesos y desafíos vemos desde entonces? ¿Cuáles son los debates más relevantes y qué rol están asumiendo las organizaciones y colectivos organizados en diversas partes del mundo?
El derecho a la ciudad: utopía en movimiento
Introducción
El derecho a la ciudad ya cumplió medio siglo, pero todavía tiene mucho camino por recorrer. Un camino arduo y complejo, porque se trata de un derecho no convencional que nos plantea una transformación profunda, radical incluso, de las sociedades y los territorios en los que vivimos. Un camino urgente y necesariamente colectivo, capaz de movilizar y articular muchas voces indignadas, luchadoras y esperanzadas, que multiplican utopías valientes en un contexto desafiante de múltiples crisis a escala planetaria.
Frente a la agudización de la desigualdad, la injusticia, la segregación socio-espacial y la devastación ambiental, provocadas por un modelo capitalista, colonial y patriarcal, el derecho a la ciudad funciona desde hace medio siglo como potente bandera de reivindicaciones y luchas urbanas, así como tópico recurrente del debate académico multidisciplinario en diversos lugares del mundo. Se encuentra ya formulado y reconocido en instrumentos jurídicos y políticas públicas, tanto a nivel local como nacional, y cada vez son más frecuentes las referencias al derecho a la ciudad en documentos internacionales.
Ya sea como eslogan y hoja de ruta para la movilización social, tópico de investigación-acción, elemento articulador de un nuevo marco legal o componente de programas municipales, el derecho a la ciudad podría verse como una suerte de tríptico: reclamo-llamado de atención-y compromiso de transformación. Porque los enfoques y herramientas que propone emanan de una visión alternativa de los derechos humanos y la ciudadanía (en los bordes de la tradición liberal occidental), al tiempo que buscan avanzar en la profundización de la democracia (no sólo representativa sino directa, comunitaria) y el fortalecimiento de la autonomía local.
Más aún, este derecho-compromiso supone comprender la ciudad-región como metabolismo eco-social, recuperando territorios para la vida, los cuidados, la solidaridad, la reciprocidad, la complementariedad y el bien común; denunciando y confrontando las agendas que promueven la ciudad “competitiva” o “inteligente” en beneficio exclusivo del lucro y los intereses corporativos, en entornos urbanos cada vez más divididos (aunque homogeneizados), privatizados y vigilados. Se distancia claramente de la apología de la “urbanización inevitable” y de la vida urbana como única forma de vida posible y deseable, asumiendo su responsabilidad en relación a las áreas rurales y naturales, a las poblaciones indígenas y campesinas, y a las generaciones futuras.
El Foro Social Mundial y otros procesos internacionales fueron espacios fructíferos para intercambios y debates que permitieron caminar en la construcción colectiva de este nuevo paradigma para asentamientos humanos más equitativos, justos, democráticos y sustentables. Tanto para quienes pudieron participar activamente de estos eventos como para quienes los fueron siguiendo a distancia, las reflexiones críticas, los documentos y agendas compartidas que de ahí surgieron se convirtieron en inspiración y guía para un gran número de iniciativas locales y nacionales, que a su vez siguen alimentando articulaciones y propuestas globales renovadas.
Al cumplirse dos décadas de andado este camino parece oportuno repasar algunos de los hitos y retos en la construcción social de este derecho-compromiso colectivo, así como reflexionar sobre su relevancia y potencial transformador a la luz de los desafíos que nos plantea el contexto actual.
¿Qué derecho? ¿Qué ciudad? La construcción social de un derecho colectivo
Los derechos y las ciudades son productos histórico-sociales que condensan y confrontan realidades, aspiraciones e imaginarios diversos y siempre dinámicos. El derecho a la ciudad se inscribe por supuesto en esta trayectoria y como tal representa un proceso amplio, abierto y en constante movimiento (no libre de tensiones), de ida y vuelta permanente entre la práctica y la teoría, lo local y lo global, la institucionalización y la autonomía. Así, tanto su conceptualización como las luchas que aglutina no tienen ni pueden tener una delimitación e interpretación única ni definitiva.
Los reclamos individuales y colectivos por ser parte de la construcción material, política y simbólica de la vida urbana datan sin duda de tiempo atrás, pero la primera formulación explícita en forma de nuevo derecho se dio a fines de la década de los sesenta del siglo pasado en la periferia de París, cuando se poblaba de inmigrantes empobrecidos empujados por la explotación, las guerras y la violencia. En la por entonces recién inaugurada universidad de Nanterre era profesor Henri Lefebvre, un intelectual cuyo trabajo hasta ese momento había cubierto un amplio espectro de cuestiones, desde debates filosóficos y críticas al nacionalismo y el nazismo así como estudios de sociología rural o la vida cotidiana en la sociedad industrial de la posguerra.
En su conceptualización, este derecho, colectivo y complejo, perteneciente a todas y todos los habitantes (y no sólo a quienes poseen propiedades, como en la antigüedad clásica), implica democratizar la sociedad y la gestión urbana no simplemente accediendo a lo que existe sino transformándolo y renovándolo. Para ello propone recuperar el valor de uso (la función social) de la propiedad por sobre su carácter-privilegio de mercancía y hacer efectivo el derecho a participar en la toma de decisiones.
En otras palabras, una sociedad injusta y desigual construye una ciudad también injusta y desigual, y no será posible cambiar una sin cambiar la otra. La ciudad se vuelve entonces resistencia y obra-creación social, más allá de las lógicas del Estado y el mercado, contra la segregación socio-espacial y la fragmentación funcionalista de la vida cotidiana (Molano Camargo, 2016). Sus análisis y escritos se hicieron eco a la vez que alimentaron el malestar obrero, estudiantil, feminista y ecologista de la época, una de cuyas expresiones más prominentes fueron las revueltas del ‘Mayo del 68’ que desde Nanterre y París dieron la vuelta al mundo.
Al mismo tiempo, el avance de la urbanización popular y la ciudad hecha por la gente era ya claramente visible en muchos rincones de América Latina, producto de la migración masiva del campo a la ciudad vinculada sobre todo a procesos de industrialización que, con diversos ritmos y variantes, comenzaron a desarrollarse en varios países desde el período de entreguerras. Las demandas por acceso a suelo, vivienda, servicios y equipamientos públicos fueron centrales en la conformación paulatina de un movimiento por la reforma urbana que, inspirada en los postulados y avances de la reforma agraria, fue cobrando fuerza hasta desembocar a fines de la década de los ochenta y principios de los noventa en reformas constitucionales como las de Brasil y Colombia.
La movilización social valiente, que desafiaba contextos autoritarios y de dictaduras criminales, así como la práctica comprometida y militante de profesionales (de arquitectura, urbanismo, trabajo social, sociología y derecho, entre muchas otras disciplinas), y la reflexión y debate de un ámbito académico no ajeno a las tensiones y aflicciones de su tiempo, fueron algunos de los factores clave que se tradujeron en propuestas de marcos legales, instituciones, políticas y programas que pretendían vincular las orientaciones de la política urbana a las preocupaciones por la justicia social y la sustentabilidad.1 Su aplicación e implementación a lo largo de estas décadas no ha estado, por supuesto, libre de obstáculos y retrocesos, tanto políticos e institucionales como sociales y culturales.
Luchas locales, luchas globales
Estas iniciativas locales y nacionales cobran dimensiones globales en el marco de eventos internacionales que permitieron profundizar los debates y ampliar exponencialmente las articulaciones y alianzas. La Cumbre de la Tierra (Rio de Janeiro, 1992), las Conferencias de Hábitat I (Vancouver, 1976) y Hábitat II (Estambul, 1996), la Asamblea Mundial de Pobladores (Ciudad de México, 2000) y las varias ediciones del Foro Social Mundial celebradas al inicio del nuevo milenio fueron espacios muy fructíferos en los que convergieron una gran diversidad de actores y temáticas.2 Fue allí que se avanzaron intercambios entre experiencias en marcha y se elaboraron nuevos consensos y propuestas colectivas, como la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad (2005).
En un proceso de retroalimentación intencionada y consciente, esta Carta retoma y amplía orientaciones y principios de otros instrumentos previos como la Carta Europea de Salvaguarda de los Derechos Humanos en la Ciudad (2000) y el Estatuto de la Ciudad en Brasil (2001). A su vez, muchas de esas propuestas han sido incluidas en documentos firmados por gobiernos nacionales y locales, entre los que destaca la Constitución de Ecuador, sancionada en 2008, y la Carta-Agenda Mundial por los Derechos Humanos en la Ciudad promovida por la red de Ciudades y Gobiernos Locales Unidos (2010). Durante la última década, ha inspirado numerosos debates similares y otros textos colectivos, incluyendo la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad impulsada por el movimiento urbano popular y aprobada por todos los órganos de gobierno local en 2010, base importante para su primera Constitución (2017).
Paralelamente, el estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis económico-financiera que le siguió marcaron una oleada de movilizaciones masivas que dieron origen a nuevos y renovados movimientos sociales, con altísimo protagonismo de las juventudes. Calles y plazas tomadas se convirtieron, una vez más, en escenario para la manifestación de reclamos y la construcción de alternativas con expresiones tales como “l@s Indignad@s”, “Occupy” o “la Primavera árabe”. El derecho a la vivienda y el derecho a la ciudad fueron parte central y explícita de esas luchas y experimentaciones, que abarcaron desde la solidaridad contra los desalojos y la ocupación de edificios abandonados, hasta la defensa de los espacios públicos, la lucha contra los autoritarismos y la necesidad de la profundización de la democracia en muchos lugares del mundo.
En dicho contexto, y al cumplirse una década de la aprobación de la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad, varias redes y organizaciones nos embarcamos en la promoción de un espacio renovado para la reflexión y la actuación conjunta a nivel local e internacional: la Plataforma Global por el Derecho a la Ciudad (PGDC), formalmente lanzada a fines de 2014 en Sao Paulo, Brasil.3 Desde entonces, una serie de encuentros presenciales y virtuales han permitido avanzar en la definición de una agenda y un plan de acción común. El proceso preparatorio de la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible (conocida como Hábitat III) y la negociación de su producto principal, la Nueva Agenda Urbana, fueron el marco que permitió la articulación de un gran número de actores y colectivos que trabajaron en contenidos y estrategias compartidas.4 Luego de dos años de intensa movilización e incansables esfuerzos de cabildeo de parte de redes internacionales de la sociedad civil y los gobiernos locales, el derecho a la ciudad se introdujo como parte de la “visión compartida” en la Declaración de Quito, la sección inicial de acuerdos políticos dentro de la Nueva Agenda Urbana (artículos 11 a 13).
Para quienes integran la PGDC, el derecho a la ciudad consiste en el derecho de todas y todos los habitantes (presentes y futuros; permanentes y temporales) a usar, ocupar, producir, gobernar y disfrutar ciudades, pueblos y asentamientos justos, inclusivos, seguros y sostenibles, entendidos como bienes comunes. En términos generales, puede afirmarse que este derecho:
a) Aglutina derechos ya reconocidos (individuales y colectivos, temáticos y por sector de población) y plantea sus especificidades en el contexto urbano, a la vez que ofrece el marco para la creación y el reconocimiento de nuevos derechos vinculados a la vida urbana.
b) Aporta una dimensión concreta, espacial-territorial, a los principios de integralidad e interdependencia de los derechos humanos ya reconocidos, así como a las obligaciones de respeto, protección y realización.5
c) Ofrece principios y lineamientos para el diseño e implementación de políticas urbanas que avancen hacia la justicia social y la sustentabilidad con enfoque de derechos humanos.
d) Ofrece herramientas concretas para el fortalecimiento de la democracia a nivel local.
e) Profundiza y trasversaliza un enfoque de género y feminista en la política urbana y la construcción, gestión y transformación de la ciudad.6
f) Reconoce y apoya economías del cuidado, inclusivas, solidarias y transformadoras.7
g) Integra una dimensión de ‘ciudad-región’ (más allá de los límites político-administrativos e incluso de la gestión metropolitana) que toma en cuenta las dinámicas de articulación/tensiones entre lo urbano, lo peri-urbano y lo rural (en muchos casos incluye poblaciones campesinas e indígenas), así como las características y metabolismos socio-ecológicos de los asentamientos humanos de diverso origen, tamaño y demografía.
h) Incorpora la preocupación por el cuidado de los bienes comunes, buscando avanzar en la satisfacción y el cumplimiento de derechos pero consciente de los límites planetarios, la crisis ambiental y la necesidad de una transición en la matriz energética (se acerca así a las propuestas que promueven los derechos de la naturaleza, el buen vivir, el decrecimiento, etc.).
Gráfica: Los componentes del derecho a la ciudad
según la Plataforma Global por el Derecho a la Ciudad (2018)
Así entendido, el derecho a la ciudad implica la realización de los derechos humanos en la ciudad pero también el reconocimiento y fortalecimiento de los derechos de las ciudades, como entes políticos colectivos y autónomos frente a poderes nacionales, organismos internacionales, instancias multilaterales y actores económicos y financieros globales. Resalta el derecho a conformar y definir una comunidad política local que garantice condiciones de vida adecuadas para todas y todos, así como mecanismos de diálogo, rendición de cuentas y contrapesos entre habitantes y autoridades públicas. Por lo tanto, la implementación del derecho a la ciudad requiere el fortalecimiento de la democracia nacional y local, y una mayor descentralización política, administrativa y presupuestaria (con instrumentos fiscales y de redistribución adecuados), asegurando condiciones y mecanismos para que colectivos y comunidades puedan participar en la planificación y gestión del territorio.
Convergencias abiertas y diálogos pendientes ante los desafíos actuales
Con más de la mitad de la población mundial viviendo en áreas urbanas y con esa tendencia en aumento, se vuelve crítico y urgente avanzar en la conceptualización e implementación de nuevos paradigmas que nos permitan garantizar ciudades, pueblos y asentamientos humanos más justos, democráticos y sustentables. El derecho a la ciudad, construido colectivamente, pretende aportar una visión compartida y estrategias concretas para impulsar los cambios que las personas y el planeta están reclamando.
Los desafíos son sin duda enormes. Estos últimos cincuenta años, que son los de su difusión y profundización, son también los de un aumento salvaje en la desigualdad socioeconómica y en la segregación socio-espacial. En la mayor parte de nuestros países y nuestras ciudades, este medio siglo se ha caracterizado por una acelerada y en muchos casos violenta concentración de la renta (del poder económico, político y cultural), la disminución del gasto (la inversión) y la protección social, y la precarización del empleo. Cada vez más, los Estados-nación y muchas de sus instituciones parecen o bien impotentes o bien cómplices activos en beneficio de los privilegios y las ganancias de unos pocos, a expensas de las mayorías.
Particularmente alarmantes son las tendencias de aumento descontrolado del precio del suelo (y por lo tanto del costo de las viviendas y los alquileres) frente a la disminución del poder adquisitivo real, por salarios congelados o a la baja, debido a tipos de cambio desfavorables para las clases trabajadoras, en particular para las mujeres, la juventud y las minorías visibles y discriminadas. Al mismo tiempo, la gentrificación y la expulsión de grupos tradicionales y de menores ingresos de barrios consolidados y centrales de nuestras ciudades se vuelven un factor fundamental de empobrecimiento de grandes sectores de la población. Ciudades divididas, que reflejan y a la vez reproducen sociedades profundamente fragmentadas y desiguales, acosadas por el avance de la discriminación, el racismo, la misoginia y violaciones constantes a la dignidad humana, en un contexto alarmante de pérdida de derechos conquistados y una ola creciente de dogmas y prácticas autoritarias y violentas.
A esto se suma la salvaje explotación y destrucción de la naturaleza, la apropiación privada de los bienes comunes, la falta de apoyo a la vida rural, campesina e indígena, y a la producción (agrícola, pesquera, forestal) familiar en pequeña escala. Como sabemos, nuestras ciudades son responsables de la mayor parte de las emisiones de gases de efecto invernadero, con patrones de producción, distribución, consumo y generación de residuos vinculados a flujos y prácticas totalmente insostenibles.
En este contexto, en su triple condición de reclamo-llamado de atención-compromiso, el derecho a la ciudad parece más pertinente y urgente que nunca: La defensa y ampliación de los espacios y los bienes públicos y comunitarios, junto con el poder movilizador y emancipador de la diversidad y la cultura al alcance de todas y todos; la promoción de la función social de la tierra y la propiedad, en oposición a las prácticas de especulación y las políticas y proyectos que generan desalojo, desplazamiento y despojo; la movilización de las mujeres, adolescentes y niñas por barrios y ciudades seguras y sin violencia; la gestión colectiva, responsable y sustentable de los bienes comunes incluyendo el agua, los bosques, los alimentos y los residuos; el derecho a forjar nuestros asentamientos (producción social del hábitat) y la democratización de los espacios de toma de decisión, así como los esfuerzos comunitarios para la construcción de la paz territorial son algunas de los cientos de luchas que reclaman y crean cotidianamente ciudades para la vida.
A la vez, y en gran medida como fruto de las manifestaciones y los procesos de organización ciudadana ocurridas hace más de una década, se renuevan plataformas políticas locales y surgen opciones electorales al margen de los partidos políticos tradicionales. En el marco de lo que se ha dado en llamar el nuevo municipalismo, se multiplican las ciudades y regiones que se proclaman “rebeldes” frente a lineamientos y políticas nacionales o internacionales que pretenden imponer agendas de austeridad, discriminación y mayor injusticia social; “valientes” frente a los discursos del miedo y la avaricia de capitales financieros e inmobiliarios globalizados que pretender operar sin controles; “libres” de minería, fracking y otras prácticas extractivistas que implican devastación de territorios y comunidades; como “santuarios” que acogen solidariamente a personas migrantes y refugiadas; o bien “feministas”, porque comprenden las experiencias diferenciadas que mujeres y hombres de diversas edades, identidades y condiciones tienen del espacio, sus roles socialmente construidos, la inequidad de su voz en la toma de decisiones, y sus concepciones y formas de ejercer el poder. Ciudades educadoras, ciudades de la memoria y la justicia, ciudades de derechos humanos que marcan claramente sus posicionamientos y propuestas para la construcción de una sociedad basada en otros valores.8
El derecho a la ciudad es por supuesto parte de una plataforma política mayor, que habla de otros mundos, de otras sociedades, de otras ciudades y de otros territorios posibles, donde las personas y la naturaleza, y no la acumulación material indefinida y las ganancias, estén al centro de las preocupaciones y acciones. La necesidad de una ética humanista renovada, de cuidado, ayuda mutua y solidaridad resulta hoy central en el urgente llamado y las propuestas convergentes de movimientos masivos que impulsan la recuperación de nociones milenarias y contemporáneas como las vinculadas al buen vivir, el decrecimiento o un eco-feminismo vivificado. No caben dudas de que para seguir caminando y ser relevante en el contexto actual, tanto la práctica como la teoría del derecho a la ciudad deberán profundizar en estas convergencias abiertas y adentrarse en los muchos diálogos pendientes que nos permitan articular la indignación y las utopías radicalmente transformadoras que hoy recorren el mundo.
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Derecho a la ciudad, luchas urbanas, debate, políticas públicas, desafíos.
1 En ese marco, las leyes de reforma urbana y ordenamiento territorial en Colombia (Ley Nº 9 de 1989 y Ley Nº 388 de 1997, respectivamente) y el Estatuto de la Ciudad de Brasil (Ley Nº 10257 de 2001) establecerán la función social y ecológica de la propiedad y de la ciudad como ejes rectores fundamentales del desarrollo urbano. Para ello, incluyen una serie de directrices, disposiciones e instrumentos sobre el uso del suelo, la regulación de la propiedad privada, la regularización de la ocupación y la tenencia de la tierra, la inducción del desarrollo urbano y la redistribución de cargas y beneficios colectivos de la urbanización, así como medidas de gestión democrática (participativa) de la ciudad y de política económica, tributaria y financiera vinculadas al ordenamiento urbano y territorial.
2 Como referencia sobre el FSM se pueden consultar este enlacey este enlace En casi todas las ediciones se organizó una Carpa por el Derecho a la Ciudad, la cual en una ocasión contó con la presencia de David Harvey (Belém do Pará, Brasil, enero de 2009), geógrafo inglés de amplia y reconocida trayectoria sobre el tema pero quien hasta ese momento no había tenido oportunidad de compartir debates y conocer las experiencias y propuestas avanzadas por los movimientos urbanos en América Latina (la transcripción de su intervención está disponible en este enlace).
3 Para más información ver este enlace (página en construcción) y/o este enlace (página anterior). Decenas de redes internacionales y organizaciones locales y nacionales de más de cincuenta países de todo el mundo hacen parte de la Plataforma y participan en la promoción de diversas iniciativas de formación, movilización e incidencia (como las organizadas por Corporación Región en Medellín en abril de 2019).
4 Para más detalles sobre el proceso, la conceptualización y los vínculos del derecho a la ciudad con la Nueva Agenda Urbana (2016) y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (2015) consultar los materiales producidos por la Plataforma Global por el Derecho a la Ciudad citados en la bibliografía.
5 Al respecto consultar los artículos de Pisarello y Tedeschi, o Baldiviezo et al. citados en la bibliografía.
6 Ver en particular la publicación ¿Quién cuida en la ciudad? Aportes para política urbanas de igualdad a cargo de CEPAL.
7 Entre otras fuentes interesantes, se puede ver el trabajo adelantado por WIEGO-Women in Informal Employment Globalizing and Organizing (http://www.wiego.org/) y RIPESS-Red Intercontinental de promoción de la economía social y solidaria (http://www.ripess.org/?lang=es).
8 Para conocer más detalles sobre algunos de éstos y otros casos relevantes se puede consultar el Atlas de Utopías y ciertas publicaciones incluidas en la bibliografía. También puede ser de interés revisar el Manifiesto municipalista por el derecho a la vivienda y el derecho a la ciudad promovido por la Alcaldesa de Barcelona, la Relatora especial de las Naciones Unidas para el Derecho a la Vivienda Adecuada y la red de Ciudades y Gobiernos Locales Unidos a partir de 2018, que cuenta hoy con el apoyo de cuarenta gobiernos locales y metropolitanos en todas las regiones del mundo (ver enlace), incluyendo la ciudad de Medellín.
Cecilia López Montaño
Economista y política colombiana. Ha sido Ministra de Agricultura, Ministra de Medio Ambiente, Directora de Planeación Nacional y Senadora de la República para el periodo 2006-2010.
Un cambio significativo se dio en las políticas públicas a mediados del Siglo XX cuando del modelo cepalino de industrialización fue reemplazado por lo que se conoce como el Consenso de Washington, "un listado de medidas de política económica". Una especie de receta que dio lineamientos para resolver problemas en el manejo de política macroeconómica en América Latina; Colombia que no sufrió la gravedad de esos males, también adoptó esta fórmula.
Décadas después, bajó la pobreza al 27%, aumentó la clase media, 30%, pero el sector más importante es ahora el de los vulnerables, 40%, que superaron la línea de pobreza pero tienen una altísima probabilidad de regresar a ella. Esta es la realidad de la población colombiana donde debe enfocarse el debate sobre le equidad y la pobreza en Colombia.
En Colombia en los años noventa, una serie de cambios de fondo en la política económica también, causaron un viraje en sus estrategias sociales. Un poco más tarde que otras naciones Latino Americanas, el país adoptó las prioridades del llamado Consenso de Washington sin haber sido protagonista de la crisis de los ochenta, considerada como la "Década Perdida de América Latina". En ese mismo período Colombia "… no generó una deuda social de corto plazo y se pagó una parte de la deuda social de largo plazo". [PREALC y ILO 1990] Además, al final de esta década, realizó un programa de ajuste que "a diferencia de los implementados en otros países de América Latina, esta política logra recuperar el crecimiento y elevar el empleo, sin reducir los salarios reales ni aumentar la pobreza". [Ibíd. 18]; es decir, terminamos los ochenta en una situación mucho mejor que la de otros países vecinos.
Sin embargo, había llegado la hora de cambiar el modelo cepalino de la industrialización y de economías cerradas, y con ello entrar en la liberalización comercial. Al viraje se le llamó "Apertura" y comienza a finales del gobierno Barco con el documento Conpes 2465 [DNP 1990] pero su verdadero desarrollo inicia en 1990 con el presidente Gaviria. De manera acelerada, se aplican elementos claves de la nueva receta macroeconómica del Consenso de Washington consistente en: bajar drásticamente los aranceles, abrir la producción nacional a la competencia internacional, manejar la fórmula que estabiliza los llamados fundamnentals de la economía, inflación, déficits, deuda, etc., y se prioriza el rol del mercado sobre el del Estado. Al desplomarse el crecimiento económico y deteriorarse la distribución del ingreso, el país finaliza los noventa lleno de pesimismo. Hoy se reconoce que la economía no se recuperó a los niveles alcanzados en épocas anteriores y tal vez lo más preocupante, la inequidad, siendo una de las grandes fallas del desarrollo colombiano, al seguir los lineamientos del Consenso de Washington, salió de las prioridades del Estado.
La política social, con algo de retraso, no se libró de esa nueva concepción de la política pública y como menciona Ana Sojo, se construyó en la región una "propuesta privatizadora de la política social". [CEPAL 2007]. Varios elementos la caracterizan: primero, más mercado que Estado en la prestación de servicios sociales especialmente en salud y pensiones; segundo, su carácter asistencialista y sobre todo paternalista bajo el supuesto de que el gobierno conoce mejor las necesidades de los pobres que ellos mismos y, adicionalmente, se ignoraron estrategias dirigidas a reducir la desigualdad. El alivio a la pobreza se convirtió en la prioridad y las llamadas Transferencias Condicionadas fueron el paradigma dominante para atender a los más pobres. De acuerdo con Corina Rodríguez, estos subsidios se definieron como una garantía mínima de ingresos para estos sectores [CEPAL 2011]. El interés por fortalecer el capital humano de los más desfavorecidos se expresa en la condicionalidad de ingresos que garanticen educación y salud a la infancia y la juventud, y se asignan estos recursos a la mujer de cada hogar [Ibíd. P.5].
Han pasado casi dos décadas y los resultados de estas políticas en Colombia son notorios. En efecto, la pobreza medida de diferente manera, por ingresos o con el indicador de pobreza multidimensional, se redujo significativamente. La primera pasó de 40% en 1990 a 27% en 2018 [DANE 2018b], aun con grandes diferencias entre sectores urbanos y rurales, entre regiones y por género y etnia y, la segunda se redujo a 19.6% en el mismo año [DANE 2018d]. A su vez, aumentó la clase media de 16,3% en 2002 a 30% actual [DNP 2018]. La concentración del ingreso bajó muy levemente, menos que el promedio de América Latina y apareció un nuevo sector mayoritario de la población, los llamados vulnerables que hoy representan el 39.9% en Colombia y el 40% en la región [DNP 2019]. Esta nueva realidad de la población solo hasta ahora empieza a ser analizada pero sin duda es un reto para la política social en la región y el país. Debo agregar como elemento clave, que estas tendencias de mejoramiento de la situación social se estancaron a partir de 2018, sin que asomen posibilidades de retomar la senda positiva.
La grave situación social en Colombia, más que la del promedio regional, tiene cuatro componentes: Primero, la desigualdad no ha sido realmente objetivo de la política social. Segundo, se estancaron los avances en las condiciones de vida de amplios sectores. Tercero, la proporción más alta de la población en Colombia y la región, los vulnerables, merecen ser parte crítica de las estrategias que se diseñan para alcanzar el verdadero desarrollo social. Y cuarto, los niveles de ingreso son extremadamente bajos para la gran mayoría de la población, obviamente exceptuando a los ricos, porcentaje muy reducido de personas, que acumulan gran parte de la riqueza nacional tanto en términos de ingreso como de capital.
La inequidad es un problema crítico en Colombia, y común en toda América Latina
No se trata solamente de tener un Gini superior al promedio latinoamericano, 0,51 frente a 0,46 respectivamente, que además está a años luz del promedio de países de la OCDE, 0.35 [CEPAL 2019], sino también, de las inmensas diferencias observadas en las distintas regiones del país. Estas brechas se evidencian en todos los indicadores sociales y por consiguiente entre sectores de la población; las desigualdades señaladas se evidencian claramente en las últimas cifras de pobreza tanto de ingresos como multidimensional. Mientras en Bogotá la pobreza por ingreso es del 12%, en el Chocó es del 61% y la mayoría de la población supera no solo los índices de la capital sino el promedio nacional, 24%, [DANE 2018c]. Pero lo más preocupante es que cualquier indicador social confirma la profunda desigualdad en que vivimos los colombianos.
El estancamiento en la reducción de los niveles de pobreza
Para algunos este es el resultado de la desaceleración del crecimiento económico porque todavía la idea del trickle down, o sea que el crecimiento derrama su impacto en los más pobres, sigue dominando el pensamiento de sectores ortodoxos. Sin negar que la dinámica de la economía incide en la calidad de vida de la población, la verdad es que este estancamiento también puede obedecer al fracaso de la visión privatizadora de la política social. Hasta ahora, por los impactos observados de estas estrategias cuyo eje fundamental ha sido, las transferencias condicionadas y el principio de más mercado que Estado en la oferta de servicios sociales, es difícil prever que sin un viraje en este tipo de políticas, se pueda retomar la senda positiva en los índices sociales, cuando es evidente el lento crecimiento de la economía.
Los vulnerables, la mayor proporción de la población colombiana
No solo representan un número creciente y muy significativo en el país, sino que sumando a los pobres por ingreso, constituyen cerca de dos tercios de la sociedad colombiana. Esta cifra demuestra que la estrategia actual del Estado diseñada para aliviar la pobreza, solo en términos fiscales no pueden extenderla a los vulnerables. Pero existen muchos más argumentos; precisamente por haber superado la línea de pobreza, es obvio que “los vulnerables” han logrado mejorar sus niveles de ingreso y su acceso a derechos básicos como educación y salud, así sean aún precarios. Lo complicado es que cualquier cambio en sus condiciones de vida, o bien dentro del núcleo familiar como una enfermedad grave o una desaceleración en los indicadores económicos, inmediatamente les baja de nuevo a la categoría de pobres. El reto de la política social es lograr que esta categoría en vez de descender de nuevo a la pobreza, lo que regresaría al país a su situación de finales del siglo XX, cuando este indicador superaba el 50% [DANE 2012], que este sector avance hasta convertirse en clase media, lo que sí nos ubicaría en una situación similar a la de sociedades desarrolladas. En países de altos ingresos, las clases medias representan entre el 64% y el 74% de la población [Pew Research Center 2017] y se consideran el sustento de su economía y de su democracia.
El bajo nivel de ingreso de los hogares colombianos
Este es un tema que poco se enfrenta en los análisis de política económica, y especialmente en el diseño de estrategias sociales, y es una de las realidades más preocupantes sobre la situación de amplios sectores del país. Según el DANE, a partir de la Encuesta Nacional de Presupuestos de los Hogares (ENPH) 2016-2017 a nivel nacional, el promedio de ingreso mensual de un trabajador es de $1.250, siendo de $1.419 en cabeceras y para centros poblados y rurales dispersos es menos de un salario mínimo, $650 mil. Concretamente, el 50% de los hogares conformados por 3 personas y con dos perceptores de ingreso, ganan desde $261 mil, en el decil uno, hasta $1.277 en el decil cinco. Los ingresos por persona son realmente mínimos porque van desde $130 mil pesos mensuales hasta $638 mil, por debajo del salario mínimo y se trata de la situación de la mitad de los hogares del país. Pero el escenario del otro 50% más rico no es muy diferente. El hogar del decil 6 gana $1.586, dos trabajadores con menos de un salario mínimo y, el estrato más rico, el último decil donde entran los verdaderamente ricos, ganan en promedio $8.868, 5 salarios mínimos cada uno. La concentración de estos ingresos demuestra la desigualdad en el país: Prácticamente el 40% de los ingresos de los hogares se concentran en el último decil, es decir el 10% más rico, mientras el 10% más pobre solo recibe el 1,2% [DANE 2018a].
¿Cómo abordar la Inequidad?
Colombia nunca se ha comprometido seriamente en reducir sus altos índices de desigualdad. Si lo hubiese hecho, hoy la relación entre impuestos y PIB no estaría en un 13%, cifra con la cual el Estado no puede financiar políticas redistributivas e impulsar sectores productivos que requieren apoyo para su desarrollo. Además no es cierto, como han alegado los economistas ortodoxos, que es solamente el gasto público el instrumento redistributivo del Estado. En las sociedades desarrolladas, donde priman los impuestos a los individuos más que a las empresas y donde los primeros son realmente muy progresivos, se ha reconocido su contribución a los muy bajos índices de concentración de ingreso que presentan. Por ejemplo Finlandia tiene en 2015 un Gini de 0.27, la mitad del de Colombia [The World Bank, 2015]. La primera recomendación es un cambio de fondo, que obviamente tiene que ser gradual, en la estructura de impuestos y exenciones tributarias que hoy tiene el país, hasta llegar al promedio latinoamericano, Impuestos/PIB de más del 20%. El gasto social, la otra cara de la moneda, debe incluir estrategias asistenciales para los grupos de población en las peores condiciones de ingreso y de calidad de vida, pero tiene que incluir a los otros sectores que requieren simultáneamente, la garantía de acceso a los derechos sociales y económicos y además, estrategias que aporten elementos que mejoren su capacidad de generar ingresos.
¿Cómo reactivar el descenso en los niveles de pobreza?
Aún si se adoptara como fórmula la idea de que basta con que la economía crezca al 4% o 5%, que no es suficiente, esta tarea implica un cambio significativo en la agenda económica: cambiar el modelo extractivista y buscar distintas fuentes de crecimiento como la producción agropecuaria y la agroindustria que se enfrentan a una serie de obstáculos que van desde barreras ideológicas, hasta algunas de naturaleza política. Pero el reto es mucho más complejo porque implica pasar de la política asistencialista, a lo que se denomina como el proceso de transformación social y productiva de los sectores marginados, pobres y vulnerables e inclusive de clase media baja. Es decir, romper la separación entre lo social y lo productivo y abordar a cada grupo de estas poblaciones con distintas combinaciones de acceso a derechos e instrumentos de producción de acuerdo a las necesidades de cada uno de ellos. Es decir, cambiar la política social por la inclusión social y productiva, hasta ahora no desarrollada.
¿Cómo mover los vulnerables a clase media?
Los vulnerables no son la clase media, y la confusión2 impide crear políticas públicas capaces de resolver las necesidades de quienes se caracterizan por su alta posibilidad de volver a caer en la pobreza. Vulnerables son individuos que no son pobres pero con alto riesgo de volver a serlo, que aún no han llegado a la clase media; y clase media son personas con baja probabilidad de caer en pobreza [FCE 2014]. Según el Plan de Desarrollo del gobierno Duque, la prioridad parecería estar en volver emprendedores a los sectores vulnerables. Sin embargo, no todos los vulnerables tienen la capacidad de adelantar proyectos productivos porque esta estrategia consiste en dotar al individuo de unos requisitos básicos para que por su cuenta y riesgo, desarrolle individualmente actividades que generen ingresos. La tasa de mortalidad de esta estrategia es del 70%. [Confecámaras 2017]. Muchos requieren empleo pero su bajo nivel de formación los lleva a convertirse en vendedores ambulantes.
Como las políticas asistenciales de transferirles ingresos no son viables fiscalmente y no responden a su nueva situación social, dada la magnitud de este grupo las estrategias del Estado para impedir que vuelvan a ser pobres y asciendan a la clase media, es el mayor reto de las políticas públicas actuales, aquí y en América Latina. Definir quiénes son exactamente, dónde viven, cómo generan sus precarios ingresos, es el primer paso que no se ha dado seriamente aún. Esta es la única forma de definir cómo apoyarles para mejorar su nivel de vida. Muchos son vendedores ambulantes y para aquellos que generan más de un salario mínimo, las microfinanzas pueden ser su salida siempre y cuando cuenten con el apoyo para orientar sus pequeños negocios. Como estos créditos no llegan a los que ganan menos de un salario mínimo porque su nivel de endeudamiento les impide ser sujetos de crédito, el Estado con este sector bancario, debe trabajar en líneas de apoyo que combinen recursos y formación para que no fracasen.
¿Cómo mejorar el nivel de ingresos de los colombianos?
Este es sin duda el mayor reto de la política social y del modelo de desarrollo del país. Sin duda un factor determinante es lograr un crecimiento de la economía alto y sostenible, lo cual en este momento en Colombia no es una realidad. Esta es una condición necesaria pero no suficiente y depende de innumerables factores, entre ellos del tipo de base productiva que se tenga y de la inserción que se logre en mercados internacionales. Después del crecimiento económico es la generación de nuevos empleos y de trabajo en general, lo que permite elevar los ingresos de los hogares. Si la nueva fuente de crecimiento es intensiva en mano de obra y si a su vez la política social crea las capacidades necesarias en los individuos para acoplarse a las demandas de trabajo y a los niveles de productividad necesarios, puede esperarse que también, junto con la dinámica económica, aumenten los ingresos de los individuos y sus familias. Obviamente la tradicional política social tiene un papel clave, no solo por la calidad de los servicios sociales que ofrezca, por la cobertura que logre en términos de la población beneficiada, sino como estrategia para que sectores pobres puedan garantizar el ingreso básico para una vida digna y para ello se necesitan recursos públicos y voluntad política.
Reflexión Final
Para armonizar este complejo escenario es fundamental que la gente sea la prioridad del Estado y esta pieza, clave que ha faltado en Colombia. El aparente compromiso con la equidad florece en el discurso político pero desfallece en la realidad. Si fuera de otra manera tendríamos niveles de pobreza del 10% y un Gini de 0.40 y no los que se registran actualmente. Particularmente desde los noventa, se ha consolidado la premisa de que es el sector empresarial y por ende el capital, el que genera el tipo de crecimiento que el país requiere lo cual, es compatible con la visión de que los salarios son más un costo que demanda y por ello es necesario flexibilizar el mercado laboral. A su vez, el esquema impositivo tiende cada vez más a rebajarle impuestos al capital y lo que es más grave, a permitir que los ricos no paguen los impuestos que deberían. Y como complemento, la política extractiva, fuente de crecimiento actual no es intensiva en mano de obra. Solo un viraje radical en el modelo de desarrollo y en las prioridades del país, pueden generar es las dinámicas que mejoren los bajos ingresos y la calidad de los servicios sociales que recibe el grueso de la población colombiana.
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Debate, pobreza, Colombia, política pública.
1 E-mail cecilia@cecilialopez.com; www.cecilialopezcree.com, www.cecilialopez.com
2 Para el BID, una persona es de clase media siempre y cuando su ingreso mensual ascienda a un valor que este entre 50% y 150% del ingreso medio de la población: esto implicaría que, aquellas personas que se ganen desde $626.000 hasta $1.878.000 pertenecen a este sector; es decir el 55% de la población en Colombia, cifra contraevidente porque agrupa a hogares con ingresos individuales promedio desde $313 mil hasta un salario mínimo.