Por: Juan Diego Mejía
Columnista invitado
Una vez el escritor Darío Ruiz Gómez, parado frente a la que fue la casa de su infancia en la vieja Estación Villa, me dijo con nostalgia: “A menudo me parece ver los rieles del tren debajo de la Avenida del Ferrocarril”. Afortunado él que todavía puede ver la ciudad que hay debajo de esta en la que vivimos hoy. Los habitantes de Medellín hemos perdido casi todas las huellas que nos trajeron hasta el presente. Sabemos muy poco de nosotros mismos y cedemos a la tentación de creernos los primeros y los únicos. La historia de la quebrada que corre silenciosa debajo de la Avenida La Playa se ha convertido en una anécdota simpática para contarles a los visitantes que imaginan cómo habrán sido las tardes para los residentes de la quintas que había a lado y lado de la Santa Elena, pero no ha generado suficiente reflexión colectiva sobre el compromiso que, como sociedad, tenemos de dialogar con los objetivos trazados por las personas que nos antecedieron. Creer que somos el primer hombre y la primera mujer es un síntoma de la fragilidad de las decisiones que tomamos. Nos quedan pocas señales de lo que hicieron los anteriores medellinenses y nos parece como si todo hubiera estado así desde el principio.
Esa pulsión devastadora de los antioqueños nos dejó en un desierto con edificios altos y muy inteligentes que nos cuentan una versión distorsionada de nuestra realidad. No hay muchas posibilidades de que los transeúntes desprevenidos se encuentren en lugares que los pongan en contacto con la cadena de ilusiones de sociedades anteriores a la nuestra. No abundan los Museos de Antioquia y el que existe parece un faro en la nada. Tampoco hay muchas Plazuelas de San Ignacio con edificios integrados como el del Paraninfo de la Universidad de Antioquia, la Iglesia de San Ignacio (antes de San Francisco) y el Claustro de Comfama (antes de San Ignacio). Y la Estación Cisneros, la Casa Barrientos, algunas iglesias coloniales, son parte de esa historia oculta que casi nadie conoce.
Cuando las autoridades de Medellín hablan de “recuperar el centro” casi siempre se refieren, aparte del uso de la fuerza, a misiones de embellecimiento que no tienen en cuenta la ciudad que hay debajo. Desconocen la presencia de los que hasta hace poco o mucho caminaban por las calles que hoy quieren maquillar. Los de esta región tenemos un alto concepto de la limpieza y el aseo. En un trabajo reciente en el que participé con un grupo de investigadores de la Fundación Casa de las Estrategias, supimos por boca de los cientos de encuestados que uno de los valores más protegidos por los viajeros del Metro es el aseo. Se desvirtuaban hipótesis como la creencia de que los jóvenes de la ciudad clamarían por un sistema de transporte con rasgos de la suciedad normal de las ciudades. Fue casi unánime el aplauso a la limpieza y lo interpretamos como una herencia de las casas matriarcales bien barridas, bien trapeadas, brillantes, inmaculadas. Pero lo que no podemos confundir es que esta es una condición necesaria pero no suficiente para que Medellín sea la ciudad soñada.
En Londres es posible hacer la ruta de Dickens y en los vecindarios aparecen los anhelos de Oliver Twist como un canto de advertencias a los habitantes de hoy. En Dublín sigue vivo Leopoldo Bloom, en París la Maga de Cortázar marca un circuito que los lectores de hoy recorren con devoción, en Buenos Aires todavía podemos ver a Borges tomando café en el Tortoni. Y nosotros no nos damos cuenta de que los nadaístas entran a Versalles y que en el camino se tropiezan con Manuel Mejía Vallejo con su carpeta de manuscritos bajo el brazo, y que un poco antes pasó Carrasquilla hacia el café La Bastilla. Ignoramos que los personajes de nuestros autores crecieron en nuestra misma Medellín. El Zarco de don Tomás llegó por el norte a la ciudad cuando apenas algunas bujías alumbraban los callejones de Villanueva. Jairo el cuchillero de Aire de Tango llevaba por Carabobo sus siete puñales a la espera de sus contrincantes. María Cristina Restrepo todavía se asoma por la vieja casa de la calle Maracaibo. Olga Elena Mattei nos mira desde el piso alto de su edificio del Parque de Bolívar. Y los pintores y escultores, los músicos, los actores, los periodistas, todos nos dejaron testimonios de la comunidad que fuimos en otras épocas. Suficientes hechos para saber que no estamos solos en el mundo. No somos los primeros habitantes del paraíso. No tenemos licencia para arrasar con el pasado y sepultar bajo tierra la memoria.