La decisión de Donald Trump de suspender temporalmente los recursos de cooperación de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional –USAID–, con el objetivo de evaluar si los programas que financia ese Gobierno en diferentes países del mundo están alineados con su política exterior, ha sido una de las noticias de mayor impacto para el sector social en estos primeros meses de 2025.
Colombia es el país de América Latina que más fondos recibe de USAID que es, además, uno de los principales cooperantes del sector social, por lo que la congelación de esos fondos y la eventual eliminación de esa agencia —como lo anticipó Elon Musk, que asesora a Trump en su propósito de hacer más pequeño el Gobierno— significa una afectación enorme para muchas organizaciones que trabajamos tanto en temas de ayuda humanitaria como en programas desarrollo con recursos de ese país.
Los cerca de 389 millones de dólares anuales que dejarán de ingresar a Colombia implican la pérdida de cientos de empleos, la interrupción de servicios de emergencia y ayuda de primera necesidad para comunidades vulnerables y aisladas; la suspensión de acciones para la implementación del Acuerdo de Paz; la finalización de proyectos productivos, culturales ambientales y de Derechos Humanos; la disminución de procesos con población migrante, campesina, afro, indígena, mujeres, diversidades sexuales y de género; entre otros. Sin duda, un panorama complejo que puede incluso llevar al cierre de muchas organizaciones.
Ahora bien, la gravedad de la situación no puede hacernos perder de vista que la cooperación de USAID en Colombia se ha llevado a cabo en medio de muchas resistencias y tensiones: por su origen, por su coincidencia con planes militaristas e intervencionistas, por su concepción de desarrollo, por sus exigencias y por algunas de sus prácticas verticales e impositivas. Razones que llevaron a que un grupo de organizaciones sociales se negaran a recibir sus fondos y que otras los recibiéramos en medio de constantes cuestionamientos y renegociaciones.
En los últimos dos años fue posible entablar una conversación franca con USAID sobre estos temas a través de su programa de fortalecimiento del ecosistema de la sociedad civil y el proceso de diseño de su política de localización, la cual incluía, según lo presentado a las organizaciones sociales, “un conjunto de reformas internas y cambios de comportamiento para garantizar que su trabajo fortaleciera a los actores y sistemas locales, modificando la forma en que se les percibe, valorando su conocimiento, respetando su experiencia, e involucrándolos como socios en lugar de como agentes y beneficiarios”. Esta nueva mirada se materializaría en su próximo Plan País, que por ahora no se llevará a cabo.
La cooperación para el desarrollo promueve estrategias de colaboración entre los Estados, los organismos multilaterales y la sociedad civil organizada para implementar acciones conjuntas que contribuyen a un desarrollo sostenible, inclusivo y equitativo, mediante la transferencia de recursos técnicos y financieros. Estas relaciones deben ser igualitarias, horizontales, justas y transparentes, y estar mediadas por la autonomía y la independencia. No es caridad de los más ricos hacia los más pobres; es una medida de justicia redistributiva global para cerrar las brechas que las desigualdades económicas, sociales y políticas han generado en distintos lugares del mundo.
Asumir la cooperación de esta manera implica construir relaciones de confianza, respeto y reconocimiento mutuo, algo complejo de lograr con un país que históricamente ha impuesto sus intereses nacionales sobre los compromisos internacionales y que actualmente es liderado por un presidente autoritario, que representa lo contrario a muchos de los propósitos de los proyectos financiados por USAID y que ha declarado abiertamente que su Nación no necesita nada de los países latinoamericanos.
Muchas agencias de cooperación europeas también han salido recientemente de Colombia o lo harán en los próximos años, pero ninguno de estos países ha informado a sus aliados la decisión de su partida a través de una orden ejecutiva, ni ha congelado de un día para otro sus programas y aportes. Las formas importan, claro, y las utilizadas por el gobierno Trump muestran que su concepción de la ayuda internacional está asociada a la coerción económica, como una manera de hacer que las demás naciones se alineen a sus intereses, lo que ahora incluye a la sociedad civil que, a su juicio, debería probar que sus acciones responden a la agenda del Gobierno estadunidense.
En este sentido, los análisis no solo deberían centrarse en los efectos de la cancelación de los fondos de USAID, lo que sin duda es muy importante, sino que también deberían incluir una reflexión crítica por las maneras como las organizaciones sociales nos relacionamos con la cooperación oficial al desarrollo y con los donantes privados. ¿Cuáles son los principios que actualmente orientan estas alianzas? ¿Cuáles son las prácticas y las narrativas que es necesario transformar? ¿Qué debates no estamos dando por temor a perder recursos? ¿Qué tipo de relación nos interesa y estamos dispuestas a entablar con quienes ponen el dinero para financiar el trabajo que realizamos?
Una mirada más amplia de la situación nos permitiría identificar que lo más grave de lo que pasa con USAID es el momento en el que se presenta. Desde hace varios años las organizaciones sociales estamos atravesando una fuerte crisis económica que se está convirtiendo en nuestra nueva realidad financiera. La decisión de Trump se hace mucho más crítica porque llega en un momento en el que el acceso a los recursos es altamente competido, las demandas tributarias se incrementan, tenemos limitaciones para contratar con entidades públicas, no contamos con políticas efectivas para el fortalecimiento del sector, se reduce nuestra capacidad de incidencia en los escenarios políticos y los espacios gremiales se han debilitado. El ambiente habilitante para llevar a cabo nuestro trabajo se precariza, somos vulnerables y tenemos poca capacidad de reacción frente a los constantes cambios que venimos enfrentando.
Por lo anterior, y reconociendo los efectos que implica la congelación de los fondos de USAID, invitamos a considerar esta coyuntura como una oportunidad para poner en la agenda pública la pregunta por la sostenibilidad de las organizaciones sociales. ¿Qué pasa si la situación financiera continúa agravándose y muchas más organizaciones debemos cerrar? ¿Colombia aún necesita el trabajo que realizamos? ¿Se afecta la democracia, la construcción de la paz, la promoción y exigibilidad de los derechos y la participación ciudadana, si desaparecemos? ¿Seguimos siendo un bien público? ¿Somos capaces de defender y promover nuestros intereses, como lo hemos hecho con los de las comunidades y poblaciones que acompañamos?
En Región nos interesa tener esta conversación y queremos invitar a cooperantes, donantes, embajadas, instituciones públicas, entidades privadas y organizaciones sociales a construirla y desarrollarla conjuntamente. Así como el panorama geopolítico demanda nuevas estrategias de integración y colaboración entre países, el panorama nacional del sector social exige fortalecer el trabajo articulado entre las organizaciones. Es momento para formular las preguntas hondas, para activar la inteligencia colectiva y para que la suma de capacidades, experiencias, saberes y recursos nos posibiliten encontrar alternativas frente a los retos de sostenibilidad social, política y financiera que atravesamos.