Según el informe Basta Ya. Colombia: Memorias de guerra y dignidad, (CNMH, 2013), una de las hipótesis explicativas del conflicto armado en Colombia, su prolongación y magnitud, es la precariedad y el miedo a la democracia: un régimen con características autoritarias, pactos excluyentes que garantizan la permanencia en el poder de élites y partidos tradicionales, el cierre, con mecanismos legales e ilegales, de posibilidades a la participación de fuerzas alternativas, y el recurso de las armas para acallar e incluso eliminar la oposición, para impedir la competencia política y evitar su legítimo derecho a existir y a controlar el poder público, caracterizaron durante años, la mentalidad y la práctica política en Colombia. Las 262.197 personas asesinadas, 80.514 desaparecidas (de las cuales 70.587 aún no han sido encontradas), 37.094 víctimas de secuestro, 15.687 víctimas de violencia sexual y 17.804 menores de 18 años reclutados, son muestra contundente de que la guerra se impuso sobre la racionalidad democrática.
No es casual entonces que, las garantías para la oposición, la participación política y la protesta social, se hayan puesto como puntos nodales de la apertura democrática y antídoto de la guerra, en diversos momentos en el país, ya sea como parte de negociaciones políticas o de reformas constitucionales:
El Acuerdo de Paz firmado entre el Gobierno Nacional y la guerrilla del M-19 (1990), incluyó un compromiso con la ampliación de la representatividad política electoral de las minorías, formalizado en la Asamblea Nacional Constituyente que redactó la nueva Carta Magna y sirvió de base a la reforma electoral y a la promulgación de un estatuto de oposición que permitiera ejercer libremente la crítica al gobierno y a la vez, desarrollar alternativas políticas (Artículo 112). Sin embargo, pasaron 25 años y once intentos fallidos antes de la promulgación de esta ley estatutaria.
La Constitución del 91 tuvo a la participación ciudadana, como eje central de un Estado Social de derecho y de la necesaria apertura democrática. La ampliación de mecanismos de democracia directa y representativa, fueron la gran promesa, y para muchos, la prueba fehaciente de que había condiciones en el país, para lograr las transformaciones que se requerían desde la legalidad y, sobre todo, para invalidar cualquier justificación de la lucha armada: la planeación participativa (Consejos Territoriales de Planeación, Planes de Desarrollo Territorial, Consejos Municipales de Paz), la participación en el control político (mesas, redes, consejos ciudadanos, etcétera) y el control social a la función pública (veedurías, asociaciones de usuarios, etcétera) fueron todos, mecanismos para asegurar la participación ciudadana en el devenir de los territorios. No obstante, el resultado es bastante precario: la corrupción, el clientelismo, la cooptación de espacios democráticos por poderes ilegales, la reducción de la participación a la consulta, la fuerte reacción de gobernantes a los ejercicios de veeduría, han vaciado el sentido de muchos de estos espacios y el mismo sentido de la participación. Sin duda, la ampliación de la participación ciudadana es una de las grandes promesas incumplidas de la Constitución del 91.
El Acuerdo de Paz entre el Gobierno Nacional y las Farc – EP reconoció esta deuda y planteó en el punto 2 sobre Participación Política asuntos relacionados con el Estatuto de Oposición, el ajuste al equilibrio de poderes, el control social, la ampliación de la participación ciudadana y, de manera específica, la participación de las víctimas de los territorios más afectados por el conflicto armado a través de las circunscripciones de paz. En consecuencia, el 25 de abril de 2018, vía fast track, se aprobó el estatuto de la oposición el cual introdujo importantes cambios en la dinámica legislativa del país, tales como: la obligatoriedad de que todo movimiento político con participación en el legislativo, declare si es de oposición, independiente o de gobierno; el establecimiento para quienes se declaren en oposición, de una serie de derechos (financiación, acceso a medios, participación en mesas directivas, y a réplica, entre otros).
En la misma vía, y como una reforma a la Ley de Equilibrio de Poderes (acto legislativo 002 de 2015), se posibilitó la participación, de manera directa en el legislativo, del segundo candidato con mayor cantidad de votos en contiendas unipersonales. Todo esto en la perspectiva de garantizar condiciones de representación política de la oposición en dicho órgano. En relación con el tema de la movilización y la protesta social, como producto del mismo acuerdo, el 3 de agosto de 2018 se firmó una resolución encaminada a coordinar acciones que garantizaran el derecho a la protesta y la movilización: “respeto y garantía a la protesta pacífica como un ejercicio legítimo de los derechos de reunión, manifestación pública y pacífica, libertad de asociación, libre circulación, la libre expresión, libertad de conciencia, a la oposición y a la participación, inclusive de quienes no participan de la protesta pacífica”. (Resolución 1190 del Ministerio del Interior). Al mismo tiempo, establece la creación de una unidad para investigar el paramilitarismo, considerado como uno de los principales responsables del asesinato de líderes sociales y de la oposición política.
A pesar de todos estos avances legislativos, vemos con preocupación cómo, ese miedo a la democracia, que está en la base del conflicto armado en Colombia, se viene perpetuando y reforzando. El intento de eliminar la participación de partidos de oposición en el Congreso, la criminalización de la protesta social expresada por altos funcionarios del Gobierno en los medios de comunicación, la reacción de policías y militares ante protestas civilistas, la estigmatización de organizaciones sociales que hacen veeduría a la acción pública, por parte de los gobiernos nacional y locales, el asesinato de líderes sociales, la obstinación en tratar al adversario político e ideológico como enemigo son muestras de que este miedo ha permeado la sociedad y corroe el sentido profundo de la democracia.
Por ejemplo, desde los medios de comunicación se muestran las manifestaciones, huelgas y movilizaciones sociales sólo como expresiones que van en contravía del interés general y, privilegian en la información, afectaciones relacionadas con la movilidad o daños a bienes inmuebles –patrimoniales o no–, llamándolos “actos vandálicos” y poco o casi nada explican, sobre los objetivos de sus reivindicaciones.
Desconocer las razones que llevan a estos movimientos y organizaciones a movilizarse, como único mecanismo para evidenciar, denunciar y hacer escuchar las causas de su protesta social, carece de sentido. No es posible manifestarse en lugares apartados, sin interrumpir la cotidianidad, ni afectar a los demás, pues precisamente estas manifestaciones buscan irrumpir en el espacio público, para llamar la atención sobre sus necesidades y reclamos, y buscar la solidaridad de la sociedad sobre la justeza de su lucha.
También se ha argumentado, en contra de la protesta social, el uso de la violencia. Ciertamente, el ataque contra personas y recursos naturales como mecanismos de protesta, va en contravía de cualquier aspiración democrática. El uso de capuchas y armas caseras, la agresión a personas, incluyendo la fuerza pública, la quema de árboles, impedir el acceso de alimentos, entre otros, no son estrategias coherentes con las causas y los objetivos de la protesta misma. Pero no es este el espíritu que acompaña a la mayoría de expresiones de movilización y a quienes la impulsan. Por el contrario, cada vez es más explícito el rechazo a estas prácticas y la defensa de la movilización desde el civilismo y la No Violencia.
Sabemos que la nuestra es una democracia imperfecta, que la distancia entre la ley y su implementación muchas veces es abismal. Pero seguimos creyendo que somos un Estado Social de Derecho en el que no se puede prescindir de la participación, de la oposición, de la crítica, de la veeduría y de la protesta social. Profundizar la democracia requiere acciones para asegurar que las leyes, en las que claramente hemos avanzado, se cumplan; seguir formando ciudadanías críticas y participativas; apostar por gobiernos que vean en quienes hacen control social, aliados de la democracia y no sus enemigos; construir estrategias e implementar medidas que protejan de manera efectiva las vidas de líderes sociales y que ayuden a pasar de la estigmatización al reconocimiento de su valor público. Todo esto implica avanzar en una postura ética que rechace tajantemente cualquier expresión de violencia frente a la protesta, en pocas palabras, transformar el miedo en reconocimiento, valoración y amor por la democracia.