Resumen
Juan Manuel Echavarría nos lleva con el resultado de sus talleres de pintura a confrontarnos con la gama de los grises al ceder la voz al otro, ese estigmatizado y enigmático que desde el poder del victimario narra lo imposible de imaginar: el desamparo, la soledad y la vulnerabilidad del victimario tan difícil de aceptar y, sin embargo, tan real del ser humano.
El artista Juan Manuel Echavarría empezó a ocuparse de la guerra en Colombia desde 1996. Sus series más emblemáticas han sido Corte de Florero (1997), La bandeja de Bolívar 1999, Silencios (2010), Bocas de Ceniza (2003), La guerra que no hemos visto (2007-2009), Réquiem N.N. (2006-2013), entre otras.
En Silencios registró tableros de más de cien escuelas abandonadas en veredas de los Montes de María, Caquetá y Putumayo. En Bocas de Ceniza, testigos y sobrevivientes de masacres, como la ocurrida en Bojayá en 2002, relatan en un video, y a través de cantos, lo que vivieron en esas situaciones. De 2007 a 2009, Echavarría dejó a un lado la cámara para liderar un proyecto en el que la pintura fue el medio narrativo de historias en las que él ya no fue el “creador”, en el sentido tradicional del término; cedió la voz y la autoría a las personas involucradas en la guerra. La perspectiva se trastocó: ya no era la de las víctimas que tradicionalmente había buscado en sus trabajos, sino la de los victimarios. Desde la Fundación Puntos de Encuentro, Echavarría realizaba talleres en los que invitaba a excombatientes de los distintos bandos a pintar sus vivencias y acciones en la guerra, con el compromiso de respetar su anonimato y garantizar que las pinturas tampoco serían juzgadas estéticamente. Como resultado de este proyecto de memoria histórica basado en narraciones personales surgió La guerra que no hemos visto, una serie en la que excombatientes, plasmaron sus recuerdos en 90 obras sobre su participación en el conflicto.
Silencios. Testigo despertador. 2013
La Revista Desde la Región entrevistó a Echavarría para hablar de estos ejercicios de memoria histórica que surgen, sin mediación, desde las víctimas y los victimarios, en los que el artista, más que creador, es un facilitador.
Revista Desde La Región: ¿Qué motivaciones tuvo para ceder los privilegios de la mirada de “autor” a la de los otros, sus miradas y voces, en algunas de sus obras?
Juan Manuel Echavarría: Mi trabajo es con víctimas y no sobre víctimas. Llevo años saliendo de mi estudio en Bogotá, yendo a zonas afectadas por la guerra; en estos viajes de investigación logro escuchar historias y aprender de personas que vivieron en carne propia el horror. Esto me ha llevado a ceder los privilegios de la mirada de “autor” a la de los otros.
RDLR: Háblenos del proceso de dejar hablar al otro, a la víctima, sin ediciones o alteraciones, en una obra como “Boca de cenizas” (2003).
JME: No podía haber edición alguna. Los cantos los compusieron testigos y sobrevivientes de masacres; cada palabra tenía que ser respetada. En este video soy un medio para que ellos se expresen con su propia voz.
RVDL: Sin embargo, en “La guerra que no hemos visto”, a quien le cede la palabra y la mirada es al victimario. ¿Por qué toma esta decisión? ¿Qué le aporta al entendimiento global de la guerra? ¿Hemos escuchado poco al victimario raso en los procesos de memoria en Colombia?
JME: En el 2001 hice un trabajo con un grupo de siete mujeres secuestradas por el ELN en la Iglesia de La María, en Cali; recuerdo que una de ellas, Melissa, me decía que no tuvo miedo de que la mataran, pues había combatientes de la edad de sus niños. Cuando me dice esto yo no tenía ni idea que los niños combatían en la guerrilla, y gracias a ella se me sembró la semilla: conocer historias desde la otra orilla. Y años después, en el 2007, en una pequeña muestra de pinturas sobre la guerra en la casa de la cultura de La Ceja, Antioquia, conocí a tres muchachos de las AUC desmovilizados por la Ley de Justicia y Paz. Así empezaron los talleres de pintura, que duraron dos años. Participaron más de ochenta excombatientes, también mujeres, y a través de la confianza lograron plasmar muchas de sus historias en la guerra. Algunas muchachas y muchachos ingresan a los 13 o 14 años, muy jóvenes. Diego fue un excombatiente que ingresó a los 8 años. Al escuchar sus historias comprendí que la guerra no es en blanco y negro y que hay muchos grises, esto no se trata de buenos y malos. En los talleres yo quería entender qué les arrastró a la guerra y, en muchos casos, fue la falta de oportunidades. Campesinos con muy poca educación formal, viviendo en pueblos, caseríos y veredas apartadas con pésimo estado de las carreteras o más bien trochas que llevan a estos lugares olvidados sin presencia del Estado colombiano. Lo he visto con mis propios ojos al visitar Caquetá y Putumayo, en los Montes de María, Bolívar y Sucre, donde las guerrillas fueron dueños y señores durante toda una vida y para muchos de estos jóvenes el ejército era el de las Farc. A estos excombatientes debíamos escucharles y aprender de ellos pues tienen mucho que enseñarnos.
RDLR: ¿Qué papel ha tenido el arte en los procesos de memoria y resiliencia en la guerra colombiana?
JME: Pienso que el arte puede ser una herramienta trascendental para no olvidar esta guerra que gran parte de la sociedad normalizó. ¿Será que a través del arte podremos atravesar la indiferencia en la que estamos sumidos, sobre todo los que vivimos en las ciudades?
RDLR: ¿Qué papel tiene el arte en los actuales procesos de posconflicto y reconciliación?
JME: Hay algo muy positivo que he visto en la universidades hoy en día y es cómo las ciencias sociales estudian esta guerra y sus causas; es precisamente en estos centros universitarios donde me gusta exponer mi trabajo, para abrir espacios de reflexión. Creo en la juventud, en los estudiantes; ojalá sean quienes cambien el rumbo de este país que parece no querer la paz.
RDLR: ¿Qué Importancia tiene el arte en la representación y comprensión, tanto de los hechos violentos de la reciente historia del país como de las resiliencias civiles y los actuales procesos de memoria?
El arte, si es un espejo de nuestros horrores, puede lograr afectar y abrir espacios de emoción que nos lleven a sacudirnos la indiferencia y actuar en contra ella.
RDLR: ¿Cuál ha sido su aprendizaje en el diálogo creativo con las comunidades?
JME: ¡He aprendido a escuchar!
Dos Obras emblemáticas:
Los otros ojos de la guerra
Por Sol Astrid Giraldo E.
En Colombia se ha matado, rematado y contramatado, como lo dejan claro entre otras, las investigaciones realizadas por María Victoria Uribe, las cuales señalan la exacerbación de la violencia más allá de la muerte, la sevicia con los cadáveres y la aniquilación de su memoria en nuestra reciente historia bélica. Y esta violencia se ha contado y vuelto a contar. Pues no solo ha habido un exceso en la muerte, sino también en sus representaciones, como lo establecieron los novedosos análisis de Elsa Blair. La guerra que padecieron las víctimas, la que imaginaron los artistas, la que escuchó la radio, la del ojo fragmentado y cuadrado de la fotografía, la del enfoque caleidoscópico y febril de los noticieros. Sin embargo, paradójicamente poco se ha recogido, no tanto desde la perspectiva de quienes desde posiciones de poder ordenaron la guerra (y, por supuesto, también la narraron), sino desde la de los combatientes rasos que portaron las armas. En la Fundación Puntos de Encuentro del artista Juan Manuel Echavarría sucedió ese descomunal ejercicio de memoria sensorial y visual de la guerra vista desde los ejércitos estatales, paramilitares y guerrilleros. Unas imágenes realizadas por los mismos excombatientes, sin que sus testimonios fueran mediados o reinterpretados por otros (artistas, sociólogos, teóricos, jueces…).
Este es un relato, ya no en blanco y negro, sino en verde y rojo. Grandes extensiones, tan grandes que se salen del formato estándar del lienzo, y se riegan por dos, siete, diez o más cuadros puestos unos al lado de los otros como un rompecabezas. El del recuerdo, el de la guerra, el del horror. Pues los recuerdos, las guerras o los horrores nunca son imágenes totales. Más bien se trata de pequeños demonios en piezas que tal vez sólo una mirada panorámica sea capaz de conjurar. Son cuadros sin nombre, sin autor, sin señas particulares. Relatos tan esquemáticos como un plan de operaciones militar, donde no hay lugar para las anécdotas, la perspectiva renacentista ni ninguna clase de diletantismo formales. Se limitan a decir: “Esto sucedió, yo estuve allí, yo hice, yo vi, yo recuerdo”. Relatos donde la verde naturaleza domina todo con su monumentalidad como en los paisajes americanos del siglo XIX.
La figura humana allí es mínima, sin un rostro reconocible, sin un cuerpo modelado por sombras, sin preocupaciones anatómicas o miméticas. Son relatos colectivos, corales y sus protagonistas también lo son: decenas en cada cuadro que apenas se diferencian unos de otros por uniformes camuflados o especies de uniformes como bluyines y camisas negras. Estas prendas y las armas, los distinguen de las víctimas desarmadas, tan coloridas como las flores de los campos idílicos más allá de la línea de combate. Sin embargo, los uniformes no se distinguen entre ellos. No sabe uno nunca con seguridad si el tema de la pintura es una incursión guerrillera, paramilitar o del Ejército. Es que las mismas víctimas muchas veces tampoco lo supieron.
Proyecto "La guerra que no hemos visto"
Los combatientes de esta guerra no tienen el aura de un héroe individual galopando en su caballo de mármol por territorios míticos como en la imaginería independentista. Son cuerpos colectivos como los de las hormigas, que actúan, se mueven, se desplazan, invaden territorios en conjunto. Ni siquiera las cabezas, los comandantes, se merecen un primer plano en especial. Las víctimas, casi que tan poco. Sobresalen por supuesto, por la fuerza visual del pincelazo rojo que las señala (como sin duda estarán marcadas en el recuerdo). Pero son relatadas con igual desapasionamiento. No claman adoloridas al cielo con gestos y manos retóricas como en los grabados de Luis Ángel Rengifo o de Carlos Rendón de los años 60. Se mata y se muere en silencio. Sin comentarios. Es lo que hay que hacer y es lo que se hace. Los que no cayeron en este episodio tal vez caerán en el próximo. Al que ayer le mataron los familiares mañana matará los de otro.
Por ejemplo, se podría uno imaginar lo que hubiera hecho un Augusto Rendón o un Enrique Grau con el episodio de un hombre amarrado a un palo, amenazado por paramilitares, mientras su hija trata infructuosamente de cubrirlo con su pequeño cuerpo. Aquí, sin embargo la dramática historia se pierde en un tupido bosque verde, un claro, un camino, una casa. Sólo después de mirar con detenimiento aparece el suceso del árbol, el papá atado, la niña… Y luego, aguzando mucho más la vista surgen otras microhistorias relacionadas con el mismo acontecimiento, como una fosa y encima unas palas que llevan al espectador a la conclusión de que finalmente el asesinato fue consumado. Sin comentarios. Más que sutilezas narrativa hay aquí una verdadera desdramatización de los acontecimientos que se repite como una constante en todas estas pinturas de los recuerdos. Los excombatientes allí estuvieron, eso hicieron, eso vieron.
Sin duda es una mirada completamente inédita en la historia de las imágenes de la violencia en el arte colombiano. Una historia que puede haber empezado en los años 40 con las primeras representaciones de Alejandro Obregón, Enrique Grau, Alipio Jaramillo, Marco Ospina, las cuales se continúan hasta el presente con los nuevos cronistas de la muerte que son los medios de comunicación. Porque en Colombia la violencia, continuando con Blair, ha sido excesiva no sólo por sus muertos, sino por sus simbolizaciones. Excesos al matar, excesos al relatar, excesos al representar: Con el problema de que “un exceso de realidad se parece a una falta de realidad1”. Estas imágenes de los combatientes, precisamente parecen traer consigo ese pedazo de realidad que se queda por fuera de la histeria de los cubrimientos.
¿Para qué relatar el horror y el dolor de los demás?, se pregunta Susan Sontag en su ya clásica obra2. Tal vez para documentar un hecho histórico e impedir que se quede en la impunidad, para que no se repita, para que cese. Para exorcizar colectivamente un pecado o una ofensa. Para sentirse diferente y observador de hechos en los que no se quiere participar. Para marcar los límites entre ellos, los malos, y “nosotros”, los buenos que somos más (artistas y espectadores). Para volver la realidad un relato mítico improbable y lejano. Para acusar y defender, para crear héroes e inocentes. Para estetizar una fascinación por la muerte. Todo eso lo hemos visto en nuestra historia desde Hanné Gallo hasta Darío Ortiz. Estos artistas, por lo general, no han estado en el lugar de los acontecimientos, y fabrican sus imágenes a partir de la información de los medios. Fernando Botero por ejemplo, ha contado como se inspiró en la noticia de la masacre de Bojayá que escuchó en la radio de su carro, mientras recorría una bucólica carretera italiana. Estos artistas, muchas veces también, han acudido a la iconografía del arte occidental, sobre todo a la religiosa, para empaquetar esto relatos en unas formas retóricas repetidas milenariamente, donde hay víctimas sacrificiales, sacerdotes y rituales del horror. También se han vuelto un lugar común los talleres terapéuticos realizados con las víctimas muchas de ellas infantiles, que han plasmado en conmovedoras imágenes sus historias traumáticas.
Esta serie se sale, sin embargo, de cualquiera de estos formatos. Hasta ahora nunca habíamos escuchado con esta contundencia la voz ni visto las imágenes del victimario, quien describe el horror que el mismo ha provocado. Pero no lo está haciendo en un tribunal de reparación ni está buscando una rebaja de penas. No es un relato mediatizado, amañado, dirigido; no quiere persuadir, convencer, amedrentar, ejemplarizar, pedir perdón ni ufanarse. Parece ser una narración para ellos mismos, donde funciona un mecanismo de desdoblamiento necesario para poder entender o tramitar lo sucedido. Por eso se concentra en preguntarse qué paso, cómo pasó. Solo quiere reconstruir un hecho. Y lo hace sin moldes artísticos, sin traer a la escena Jesucristos, Magdalenas o Gólgotas. Sus coordenadas son otras: la espacialidad, el territorio, la construcción de una geografía tanática, la acción que lleva a la acción, el movimiento que lleva a unas consecuencias, la naturaleza del tiempo de la violencia. Tampoco nos vuelve a contar el fragmento editado del noticiero de la noche como muchos artistas de la violencia. Al contrario, hay una limpieza de ojos frente al horror que pocas veces hemos visto en el arte de ninguna parte. Y el resultado es inquietante. Vemos la guerra como nunca la habíamos visto, con los ojos de quienes verdaderamente la hicieron. Ojos que no tienen las motivaciones ni las banderas que creemos o suponemos que tienen.
Proyecto "La guerra que no hemos visto"
Esta no sólo es la guerra que no hemos visto, sino la que no hemos peleado ni sufrido. Y sobre todo, es la guerra que no hemos entendido: la de la cotidianeidad donde los macro-poderes deben enfrentarse en la línea de batalla de la vida diaria, en la que estos campesinos desconocedores de los grandes marcos políticos o económicos están a veces al lado de la víctima, a veces al lado de los victimarios, pero en todos los casos siempre perdiendo. Mientras, la piel agredida de la naturaleza escucha este horror en silencio.
Juan Manuel Echavarría ha logrado con estos talleres, con las personas allí convocadas, con estas obras, con estas “tablitas de memoria” como él las llama, pasarle el fuego creador -usualmente detentado por ese poder excluyente que suele ser también el sistema del arte- a los otros. Les ha respetado su capacidad para relatarse a sí mismos. Ha reconocido el derecho que todos - no solo algunos ungidos por los poderes políticos o estéticos-, tienen de producir imágenes, sus propias imágenes. Y ha insistido en algo fundamental: la memoria será colectiva o no lo será.
Bocas de Ceniza
Tomado de: MDE 07
En esta serie de siete videos, el artista colombiano Juan Manuel Echavarría pone en evidencia, una vez más, con una austeridad ejemplar, los estragos que causa en la población civil un conflicto político y social como el que vive Colombia.
“Bocas de Ceniza” nos confronta con un grupo de personas desplazadas por el conflicto armado que cantan, cada una a su manera y a capela, su propia historia. Relatos que cumplen con una función fundamental, no solo de orden catártico para el que lo interpreta y para el que lo escucha, sino también de escritura de la historia. La historia de una guerra en la que no hay vencedores; todos hacemos parte del bando de los vencidos en medio de los escombros de un tiempo perdido para siempre.
En “Bocas de Ceniza”, estos trovadores contemporáneos transmiten directamente, a través de la canción, el testimonio de una crisis humanitaria sin precedentes en el país y podemos comprobar, como señala Marc Augé “que el poder de las palabras es necesario cuando el que vio se dirige a los que no han visto.” De esta forma, la fuerza de la enunciación descubre una faceta inédita del enunciado.
El título de la obra hace referencia a la desembocadura del emblemático río Magdalena que atraviesa el país de sur a norte. Esta trayectoria lo convierte en una especie de testigo omnipresente del realismo trágico que agobia a los habitantes de las diferentes regiones por las que pasa. Lejos estamos de la época en que el Magdalena era llamado Yuma; atrás quedaron las ferias, el comercio y las piraguas que en la región de Barrancabermeja hacían de aquel una arteria fluvial importante para los ribereños. El río “amigo” (significado en español de Yuma) lleva en su caudal los restos de su propia destrucción, que van a parar en las Bocas de Ceniza para ser expulsadas en el mar.
La obra de Juan Manuel Echavarría nos muestra como el arte es una de las pocas posibilidades que nos quedan para crear intersticios entre el terror y el escape, espacios de reflexión y debate que permitan cuestionar nuestra posición frente a lo real.
Palabras clave:
conflicto armado, guerra, excombatientes, paramilitarismo, guerrilla, arte relacional, pintura
1 Citado en BLAIR, Elsa. Muertes violentas. La teatralización del exceso. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2005, p 6.
2 SONTAG, Susan. Ante el dolor de los demás. Bogotá: Alfaguara, 2003.