Si Medellín no logra reconciliarse, no habrá reconciliación en el país. Esta afirmación fue realizada por Francisco De Roux, Presidente de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, en el seminario Pa’ Dónde Vamos realizado en Medellín en octubre de 2017.
Se refería a la paradoja según la cual, Medellín es reconocida como una ciudad que enfrentó de manera ejemplar la violencia de los noventa con transformaciones institucionales, urbanas, sociales y culturales que le han merecido reconocimiento más allá de las fronteras; y al mismo tiempo, a pesar de estos aprendizajes y de la constatación de que la violencia no es un sino inevitable, sea hoy uno de los lugares del país que mayores resistencias expresa frente a la paz y la reconciliación. Esto se explica en lo que él describe como un trauma social originado, entre otras cosas, en las profundas inequidades y exclusiones naturalizadas a lo largo del tiempo; en la no asunción colectiva del enraizamiento de la violencia en formaciones éticas y culturales complacientes con sus lógicas, sus personajes, sus lenguajes y con sus ejércitos; en las múltiples heridas abiertas, no sanadas, que producen un constante crispamiento social y ánimo retaliador. Es por esta razón que buena parte de su población se opone, no a la paz en general, sino a lo que ella implica y nos demanda como sociedad: concesiones, negociación, reconocimiento, reintegración, reparación, verdad, justicia, perdón.
¿Por qué, entonces, la reconciliación es el gran reto que enfrenta esta ciudad?
Porque la firma del acuerdo de paz, siendo un paso esencial para una sociedad que ha vivido durante décadas un conflicto armado, no es suficiente para lograrlo. Hacen falta muchas otras paces, acordadas desde otros actores y lugares, para hacer de esta una paz estable y duradera.
Porque más allá de asuntos sustanciales a la democracia, como los temas de desarrollo rural y la participación, el mayor significado de todo este andamiaje tiene que ver con la centralidad de las víctimas (verdad, justicia y medidas de reparación), con acciones que garanticen la no repetición (para que nunca más ocurran horrores como los que hemos vivido) y de manera central, con la perspectiva de la reconciliación. No obstante, las adversidades con las que se ha topado la implementación del Acuerdo de paz, han invisibilizado la importancia de avanzar en estos propósitos.
Aún no sabemos muy bien qué significa reconciliación. Se trata de un concepto ligado en sus orígenes a la Segunda Guerra Mundial cuando, para los ejércitos e incluso los Estados en confrontación, quedó claro que entró en declive la noción misma de humanidad. La declaración Universal de los Derechos Humanos fue quizás la respuesta más importante del llamado a recuperar y estandarizar unos principios básicos de respeto a la Condición Humana. Aunque esto tampoco significó ni el fin de las guerras ni mucho menos, de las vejaciones contra amplios grupos de la sociedad. Pero fue sin duda, un referente obligado para los países y las luchas democráticas en el siglo XX.
Como señala el profesor español Mario López, es importante avanzar en la construcción de una gramática de la reconciliación que nos permita explicitar, además de los conceptos, usos e imaginarios con los que se le asocia, las prácticas a las que remite, así como las políticas, las agendas o las rutas para su construcción.
En este sentido, vislumbramos al menos tres consideraciones:
Para avanzar en la reconciliación necesitamos espacios para el encuentro, la conversación, el reconocimiento entre adversarios, aquellos que se identifican como opositores y responsables de la confrontación. Estos cara a cara entre guerreros que, con frecuencia son los que más llaman la atención mediática, deberían tener el propósito de facilitarles ponerse en el lugar del otro y entender lo que hay de humanidad herida en las diferentes orillas. Los ejemplos que han circulado de diálogo entre guerrilleros y paramilitares o de proyectos de emprendimiento con desmovilizados de diferentes agrupaciones, permiten a la sociedad comprender que estos encuentros son realizables. Y obviamente, a los involucrados, constatar que se puede rehacer la vida. Pero no basta.
No es posible reconciliarnos sin una reflexión crítica, responsable y colectiva sobre el pasado. Esto supone entender que el conflicto armado no es producto de la decisión exclusiva de sus actores; implica también a quienes lo promovieron, financiaron y, de manera importante, interroga los soportes económicos, éticos y culturales que ayudaron a prolongarlo. En Medellín, la figura de Pablo Escobar sirve para ilustrarlo: más allá del personaje, no es posible entender el poder que alcanzó, sin la anuencia y el beneplácito de amplios sectores de la sociedad, ubicados en ámbitos bien distintos: populares, empresariales, eclesiales, institucionales. Por eso no basta con eliminar sus huellas materiales o, con todo y lo loable que es, con la reivindicación de sus víctimas. Es necesario reconocer y auscultar lo que permitió su emergencia, permanencia e impacto (hasta nuestros días). Igual ocurre con el fenómeno del paramilitarismo y las guerrillas.
Tampoco es posible avanzar en este camino de la reconciliación sin el reconocimiento por parte de la sociedad de todas las víctimas, de su sufrimiento, de sus demandas de verdad, justicia y reparación, independientemente de quien sea el victimario o perpetuador. Según cifras oficiales, el país cuenta con un poco más de 8 millones de víctimas, de estas 1.151.000 en Antioquia y 432.000 en la ciudad de Medellín. Sin detenernos en los altibajos de la respuesta institucional, tendríamos que decir que sus demandas no han suscitado la solidaridad de la sociedad en buena medida porque ello conlleva necesariamente a la compasión y la condolencia, dolerse con el otro, como decía la profesora María Teresa Uribe, a “reconocer la dimensión pública y política del sufrimiento”. Sin esto es difícil entender por qué para una madre cuyo hijo ha desaparecido, es imposible cesar su búsqueda y pedir a los responsables, una y otra vez, que le digan que pasó con su hijo, o ¿dónde está? De eso se trata la verdad y la justicia que reclaman las víctimas, y debería ser un clamor compartido.
En síntesis, la reconciliación es mucho más que un acto; es una perspectiva, un camino, un horizonte que implica a la sociedad toda. Requiere conciencia del conflicto y del daño causado; decisión de reparar y transformar; trabajo arduo, persistente y sistemático en el tiempo; e imaginación, creatividad, desacomodo para aprender. Para que Medellín avance en este camino es necesario reconocer que hoy somos una ciudad fracturada, escindida, polarizada. Necesitamos tender puentes, activar diálogos difíciles pero posibles. Hemos liderado en buena medida las dinámicas del conflicto armado, somos la tierra que vio nacer sus más poderosos protagonistas y sus miles de víctimas. En medio de esto, contamos también con una serie de experiencias de resistencias, de iniciativas de paz que, desde los barrios, las instituciones, el arte y la cultura nos han enseñado otras gramáticas. (Ver Revista Desde la Región N°58)
¿Qué tal si con este acervo de experiencias nos atrevemos a liderar la paz y la reconciliación en el país?