Por: Marta Cardona López
Antropóloga, diplomada en Derechos humanos, estudiante del doctorado en “Conocimiento y cultura en América Latina” del Ipecal de México. Actualmente: docente de la Universidad de Antioquia en la Licenciatura en pedagogía de la madre tierra y en el departamento de Antropología; e investigadora del colectivo “Diálogo de saberes”.
Las falsas democracias o las altamente defectuosas se distinguen por la incapacidad y falta de voluntad de escucha de quienes las configuran, en especial, cuando el requirente de escucha se yergue, en su estar-haciendo, como la expresión de una diferencia radical ante la sordera crónica de quien tendría que escucharle. Antioquia y por supuesto Medellín, no son ajenas a este síntoma de época; el cual, incorporado hasta la médula en la generalidad de su gente, despliega su mayor malestar en las prácticas cotidianas de sus gobernantes que, vale subrayar, son elegidos por un reducido número de personas, a la sombra del siempre triunfante abstencionismo o del creciente voto en blanco que, sin claudicar, nos sigue gritando que un ensayo ético está en proceso, ante nuestra acostumbrada ceguera política.
Pero, ¿qué implica escuchar?, ¿de qué está hecha la escucha?, ¿qué nos hace cuando se instala en el entre nos? Comencemos resaltando la distancia que separa el oír del escuchar, diferenciando que el primero, alude a la acción de percibir un sonido mediante el oído; y la segunda a la intensión del sujeto de prestarle su atención a otra persona, inclinándose, para que la palabra proveniente de esa existencia, le habite y resuene. En este mismo horizonte, pero enraizadas en matrices de pensamiento alternas a la occidental mediterránea, la gente Maya-Tojolabal de Chiapas-México, concibe que aprender a escuchar , articula aspectos como: el nosotros, la anatomía de quien escucha, la complementariedad, el uso absoluto del cuerpo, la mente y el habla; y la percepción de lo dicho por la tierra misma. Se escucha con el corazón, no se habla de enemigos o extranjeros, y se es consciente de la propia existencia y la del otro como un sujeto concreto.
Las mujeres yukunas de la Amazonia colombiana, habitantes de los ríos Mirití-Paraná, cuando son jóvenes cantan para escuchar, cantan para su prole en medio de la penumbra del mambeadero, cantan y desde su silencio profundo, van escuchando los relatos del chamán y así, aprenden las palabras y secretos que muchos suponen, no deberían saber. Kafka diría que ellas, al igual que “las sirenas poseen un arma más letal aún que su canto: su silencio... Es posible que alguien haya podido escapar de su canto; pero de su silencio, jamás”. Las féminas yukunas han pasado al siglo XXI estando-siendo cuerpos-memoria de una cultura que sigue resistiéndose a la extinción y al olvido; por ello en la inmensidad de su selva, hoy también, son poder y en el arrullo de sus cantos dejan grabada la herencia de un silencio certero que ha sido capaz de seducir al recuerdo.
Comparto esta reflexión porque hago parte del Movimiento social de derechos humanos de la ciudad de Medellín y, por tanto, de una mayoría Indignada que no comparte que esta ciudad, es la que nos merecemos, en la que creemos, o la que soñamos. En esta mayoría, nos reusamos a aceptar las ficciones que han creado como si esas fueran las realidades a las que tenemos que enfrentarnos cada día. A diferencia de lo que se promueve, la mayoría de la que hago parte, sabe que la gran diferencia entre una ficción y la realidad es que, mientras la ficción es la ordenación fingida del mundo que un narrador o autor inventa para mostrar lo que quiere y le interesa. La realidad se sitúa siempre en los hechos y acontecimientos presentes, concretos y cotidianos que determinamos y nos determinan históricamente; es construida pluralmente desde múltiples ámbitos de convivialidad, que se teje en dimensiones complejas que pasan por: lo político, económico, social, cultural y ecosófico; que es irreversible, aunque sí subsanable; y, fundamentalmente, que es un ordenador del mundo y nos permite preguntarnos por lo que necesitamos versus lo que queremos. O sea, lo que nos facilita saber lo que es vital versus lo subsidiario en la realización de nuestras vidas en contextos que, además sabemos, tenemos que centrar en una concepción de vida que supere a lo humano.
Porque hago parte del 52% de la población constituido por mujeres, expresión de esa mayoría subestimada o asesinada por un orden cultural y social que, en medio de la impunidad y el silenciamiento, ha convertido al feminicidio en una de las técnicas de eliminación sistemática, más efectiva, ante la indiferencia de los muchos con quienes coexistimos. Determinada históricamente por las acciones permanentes de un Estado violento, capaz en sus prácticas reales de enarbolar el patriarcalismo y la misoginia, hago parte de esa mayoría que con la infancia y la juventud, hoy nos declaramos en Alerta humanitaria como resultado del altísimo grado de vulnerabilidad y peligro en el que, sabemos, se mueven nuestras vidas.
Porque hago parte de una mayoría crítica y consciente del deterioro generalizado y en despliegue, de las condiciones de vida y esperanza de vastos sectores de nuestra sociedad; debido a circunstancias que involucran: el crecimiento económico incierto, la inequidad social persistente, una degradación ambiental constante y un deterioro institucional creciente (Castro, 2018) .
Porque en esencia, hago parte de una mayoría no escuchada y no reconocida por sus gobernantes, como tendría que ser. Una mayoría que tiene: nombre, experiencia, sabiduría, conocimientos, luchas, claridades, preguntas, posturas, miradas, propuestas y una gran capacidad de compromiso para tejer lo necesario en pos de superar lo que nos hace daño. Una mayoría que, venida de comunas, barrios, corregimientos, movimientos, organizaciones, movilizaciones, culturas, colectivos academias, instituciones y realidades, aspiran y esperan que las administraciones locales y departamentales, se den cuenta y den cuenta, que no es posible gobernar solo con quienes tienen su igual forma de pensar, o a partir del soliloquio en el que terminan instalando sus decisiones y maneras de hacer. Una mayoría que sabe que caminar la palabra requiere de tiempo y persistencia y, en ello, de paciencia y humildad para aprender a superar la soberbia que nos impide ver a las demás, a los demás y lo demás.
Una mayoría que cree en la paz, en los Derechos humanos, no como posibilidad terminada y perfecta de lo que tendríamos que estar-haciendo para ser; sino como el espacio de tensión y conversación pluriversal en el que vindicando el conflicto, configuremos paso a paso, una ciudad de mundos que coexistan y por qué no convivan, teniendo como imprescindible que sea una ciudad en la que creamos y tengamos condiciones y garantías para vivir sin miedo y en dignidad.
Sé que hasta los poetas mienten pero, también, hasta el más común de los humanos nos puede enseñar sobre las grandezas que nos definen y los limites que somos capaces de correr; seres que nos han llevado a comprender que la utopía se alimenta del caminar, mientras se viste de la esperanza que, en tanto se despliega, la inventa. Creo que otra ciudad es posible, por ello escribo para recordar que, escuchar al Movimiento social de derechos humanos de Medellín, es una exigencia ineludible para cualquiera que llegue a gobernarla.