Por: Rubén Fernández Andrade
Socio de la Corporación Región
Como algunos comentaristas hicieron notar, los debates públicos previos al plebiscito sobre los Acuerdos de La Habana, sacaron lo peor de la sociedad colombiana, asunto preocupante, imposible de pasar como si nada hubiera ocurrido pues sus implicaciones para el futuro, deben cuestionarnos y hasta desatar nuestra indignación. Mi primera pregunta, la más elemental, además de otras dos, que expondré en las líneas siguientes, es por los fundamentos de la sociedad colombiana y sus acuerdos mínimos de convivencia.
Tenemos que volvernos a decir que mentir no es bueno ni aceptable, y que es mucho más reprochable en la vida pública, donde se ponen en juego la propia credibilidad y la de las instituciones. Un solo mentiroso tiene el poder de extender un manto de sospecha a toda la sociedad. Por esto, cuando un ciudadano en la calle dice: “Es que todos los políticos son mentirosos”, en sentido estricto, también está mintiendo pues es una generalización falsa, pero la prueba irrebatible, en la pasada coyuntura, es que sí lo hicieron, lo hacen a menudo y, lo hacen incluso sintiéndose orgullosos y engreídos de mentir. Cuando un dirigente político miente, se hace un tremendo daño a sí mismo y a toda la sociedad, pues mina uno de los activos más importantes para construir futuro común: la confianza.
Mi segunda pregunta es: si alguien es capaz de mentir de manera consciente, permanente y sistemática ¿qué otras cosas indebidas será capaz de hacer? Y si esa persona o grupo está en el poder, ¿qué puede esperarse, si mentir es normal en sus prácticas cotidianas?
Comportamiento aún más inquietante es que al reclamarse explicación, se alegue que “los otros también lo hacen”, reflejo de una pequeñez en el plano moral, que en ausencia de criterios de autonomía y responsabilidad (“Lo hago porque considero que está bien hacerlo”), les lleva a esgrimir el principio heterónomo de que, aunque esté mal, “si el otro lo hace, por qué yo no habría de hacerlo”. Este es un agujero negro que engulle los males del mundo público, justificándolos: ¿Por qué no mentir, por qué no robar, por qué no aprovecharse de los bienes públicos, por qué no desviar recursos, si –yo supongo– todos los demás lo hacen?
Tendremos que retomar lo elemental, exigir responsabilidad y altura moral de los individuos: actúo correctamente, porque así lo dicta mi conciencia y acordar, no aceptar la explicación de que “el otro también lo hace” para justificar las propias faltas, lo cual denota un desarrollo moral preconvencional, donde el bien y el mal dependen de la situación o de las expectativas de otros, salvando toda implicación subjetiva en su accionar.
La tercera pregunta, está referida a una parte de la ciudadanía: ¿Cómo no se reacciona ante estrategias que instrumentalizaron a las personas, tratándolas como si fueran tontas o incapaces de elaborar un criterio propio razonado? ¿Por qué no repudiar de manera contundente campañas que han utilizado la desinformación, la calumnia, el miedo como herramientas de persuasión? Si esta vez lo hicieron, significa que lo hicieron antes y, de no recibir sanción, lo harán después. ¿El electorado no piensa castigar esas faltas flagrantes? Hay un hondo problema en nuestra cultura política, cuando la capacidad de indignación parece adormecida en una parte amplia de la población. Este es el terreno abonado de las dictaduras y los autoritarismos.
En la Corporación Región hemos reiterado una y otra vez que la política es la herramienta básica para superar el conflicto armado; creemos que es necesario reenfocar las discusiones y debates de la sociedad y encaminarlas por la senda de la construcción de una democracia profunda que no se logrará con el ejercicio político que hoy tenemos. Éste requiere renovarse, reconstituirse a fondo para que la política esté bajo el gobierno de la ética y del imperio de la ley, puesta por tanto al servicio del bien común y de valores como la verdad y el respeto de los derechos de cada persona. Y por supuesto, para que eso pase, debemos erradicar por completo prácticas como la mentira y el uso de la calumnia como medio para producir efectos de adhesión en la opinión pública para que así, estos vicios nunca más sean aceptados ni aceptables en la sociedad colombiana.