Por: Beatriz Restrepo
Pienso que Álvaro Uribe está dotado de una clara inteligencia, un agudo sentido político, una férrea voluntad y una enorme ambición personal. Estos rasgos cuando son controlados por la sindéresis y el respeto, producen buenos resultados, como podría decirse que sucedió durante su gestión como Director de la Aeronáutica Civil, Gobernador del Departamento y luego Senador de la República, en la que hubo ya, sin embargo, signos de alarma que no fueron descifrados en su momento: la concesión de licencias para construir pistas de aterrizaje en propiedades de conocidos narcotraficantes, desde la Aerocivil; el señalamiento a organizaciones y líderes sociales y su macartización y la creación de las Convivir (que luego degeneraron en tenebrosos grupos paramilitares) desde la Gobernación; y el tono fogoso y agresivo que imprimió a sus debates en el Senado. Pero fue durante su presidencia e inmediatamente después, cuando sucedieron algunos graves hechos que terminaron por obnubilar su inteligencia, desorientar su sentido político y acrecentar su ambición hasta alcanzar la desmesura y la egolatría que conocemos hoy.
Estos hechos son: i) su rotundo fracaso en derrotar a la guerrilla por la fuerza militar a pesar de haber contado con todos los recursos y apoyos, generando así un período de la mayor violencia armada (muertos, masacres, ataques a poblaciones, desplazados y un largo etc.). ii) lo anterior condujo al Estado a cometer delitos de lesa humanidad (como los falsos positivos, incentivados por perversos beneficios) y en contra del Derecho Internacional (tal la invasión militar a Ecuador que si bien cobró la vida de uno de los cabecillas de las FARC no influyó en absoluto el balance de la confrontación); ambos acontecimientos trajeron a Colombia el rechazo y el descrédito internacionales. iii) su craso error al designar como sucesor a Juan Manuel Santos (a pesar de su trayectoria bien conocida) y esperar que fuera un sucesor sumiso, simple títere de su voluntad. iv) las condenas a varios de sus colaboradores más cercanos por haber violado la ley, siguiendo instrucciones suyas dirigidas a espiar adversarios, favorecer amigos o definir votaciones en el Senado. v) su fracaso en lograr la aprobación del legislativo para mantenerse en el poder de manera indefinida. Y después de dejar la presidencia, vi) el voto de confianza que la Nación entregó a Santos para adelantar negociaciones con las FARC en busca del cese de la confrontación armada, contactos que él había intentado sin éxito. Es conocido que en los años 2002 y 2006 buscó acercamientos con las FARC, con vistas al establecimiento de diálogos que lo llevaron incluso a ofrecer que haría efectivos varios de los beneficios (amnistía, cupos en el Congreso) que él hoy rechaza en los actuales acuerdos.
Estos hechos lo han llenado de amargura, y han suscitado en él las más dañinas pasiones: el odio y la venganza (dañinas tanto para sí como para los otros) dirigidas en primer lugar a la guerrilla que dio muerte a su padre: su postura frente a las negociaciones no ha sido otra sino evitar que a la guerrilla le sea reconocido su carácter beligerante (pueden haber cometido acciones terroristas, pero no son bandidos) y lograr que les sean aplicadas las penas máximas bajo exigencias de no impunidad y justicia; olvida el senador Uribe que las guerrillas no están vencidas y que, como tales, se sientan en la mesa de negociaciones con el estado colombiano: enemigos con el igual status de no ser ni vencedores ni vencidos. En segundo lugar, son también estos mismos sentimientos los que dirige al Presidente Santos, quien una vez en el cargo, tomó distancia y elaboró su propia agenda y prioridades, lo que él ha considerado una traición. Me ha parecido significativo que en los últimos días cuando ya se acerca la recta final de preparación del plebiscito, los afiches de Uribe ya no dicen NO al plebiscito, sino No+Santos, destapando así lo que ha sido la motivación principal (e inconfesada) de su accionar frente a las negociaciones de La Habana: desacreditar la persona de Santos, desestabilizar su gobierno y, ojalá, lograr su caída.
Estas mismas pasiones han sido el motor de sus comportamientos como presidente, como expresidente, como senador en ejercicio y últimamente como caudillo popular, frente a los cuales tengo reservas por considerarlos perjudiciales para el Estado y deseducadores de la ciudadanía. Estos comportamientos se fueron consolidando y se hicieron evidentes durante su ejercicio como Presidente. Destaco, entre otros, tres: i) su talante autoritario y afán de concentrar poder en el ejecutivo, lo que lo llevó a debilitar la misma institucionalidad del gobierno a través de los consejos comunitarios y a tener conflictos con los otros poderes (el legislativo y el judicial); en la primera dirección, quizás la más grave, su talante autoritario y afán de concentrar poder en el ejecutivo, lo llevó a establecer unas relaciones con sus funcionarios que no se determinaron por las funciones del cargo, sino por la fidelidad personal del servidor que ya no obedece a las funciones estatuidas, lo que dio lugar a un sistema de favoritos y pervirtió la función pública que se abandonó en muchas áreas a la discreción del Presidente (ya Aristóteles en su obra Política alertó sobre los peligros que corre la polis cuando su gobierno se basa no en las leyes (politeia) sino en la voluntad de un solo hombre). ii) su desdén por los partidos políticos (incluido su partido Liberal que lo llevó al poder), fundamentales al ejercicio democrático y participativo, al crear un nuevo partido (de la U) del cual se retiró sin rubor cuando perdió control del mismo, para formar un segundo (del CD) que diezmó los partidos tradicionales y produjo un cisma al interior de su primer engendro; y iii) sus esfuerzos por reformar la Constitución Política, echando mano de cualquier recurso, con el fin de buscar beneficios personales como la reelección.
A partir de ahí, Uribe: i) ha deshonrado su calidad de Expresidente ii) ha desvirtuado su papel como Senador, y iii) como Caudillo carismático ha generado una grave polarización mediante argumentos falaces y un lenguaje incendiario. Veamos. i) como Expresidente su comportamiento ha sido sorprendente, por lo inédito. Los expresidentes del siglo pasado (unos mejores que otros), conscientes de su responsabilidad, han honrado su dignidad al continuar cercanos a la vida política del país aportando sus críticas y consejos con altura, cuando les son solicitados, manteniendo relaciones con los directorios de los partidos políticos que representaron y prestando servicios al país cuando éstos son requeridos por el nuevo gobernante, pues ninguno había olvidado que como Presidentes simbolizaron la unidad nacional y fueron los garantes de los derechos y deberes de todos los ciudadanos (CP. art 188); actitud ésta que ahora debido a la polarización del país, se ha debilitado en algunos de ellos, de manera lamentable. Sólo Uribe se declaró rápidamente en total oposición al nuevo gobierno (que él mismo había impulsado), formó su propio partido político y mediante el uso inteligente y hábil de las redes sociales, se dedicó a fomentar el “estado de opinión”, la oposición y la polarización. ii) como Senador ha desvirtuado su papel, cargo que contempla según la Constitución graves responsabilidades frente a la administración nacional, la administración de justicia, los regímenes de los partidos políticos y la participación ciudadana, los estados de excepción (CP. Art.175), por medio del debate razonado, el respeto por los colegas y la búsqueda del bien común. Ello requiere estudio y conocimientos pero también una decidida voluntad no solo de discutir, sino de debatir con vistas al logro de acuerdos en los que prime el interés de todos. Es claro que el conocimiento y la argumentación son las herramientas más poderosas del congresista para que su ejercicio sea efectivo y Uribe las tiene; pero ello no basta: es necesaria la disposición a escuchar otros argumentos y a mantener como criterio el bien común lo que no es su caso, orientado como está su actuar a lograr para la guerrilla de las FARC las mayores penas y a mantener una férrea oposición a todo lo que venga del gobierno como único criterio de decisión. Su actuación es respaldada por una bancada no mayoritaria pero sumisa a él y agresiva hacia los opositores, emotiva y poco pensante. Frente al poco peso que como Senador tiene, no sólo numérica sino política y moralmente, Uribe ha decidido mutar de vocación -sin abandonar su cargo de senador, claro está- por la de agitador político, actividad que no está consignada entre las de senador y que, desde luego, riñe con ella.
iii) Como Caudillo, papel que ha asumido recientemente -y en el cual, personajes con su perfil sicológico y político han buscado plena realización a sus ambiciones personales por encima de cualquier otra consideración- ha introducido en la vida nacional una de las más peligrosas amenazas al estado de derecho (fundamentado en la legalidad) y a la democracia (basada en la participación racional y libre de los asociados). La legalidad supone respeto a la Constitución, total sujeción a los deberes y servicios claramente estatuidos, clara distribución de funciones y gestión de recursos para su realización y, muy importante, estricta fijación de los medios coercitivos a su alcance (M. Weber). La participación, por su parte, supone la aceptación racional de una clara ideología, la adhesión a valores políticos y morales que se comparten y la observancia de un sistema de normas y prácticas claramente estatuidos que se asume libremente. Por el contrario, “en la dominación carismática (como lo ha dicho M. Weber) la racionalidad no cuenta: todo depende, por un lado, de la voluntad del caudillo, por eso es irracional en el sentido de extrañeza a toda norma y, con frecuencia, de vinculación a la tradición y por otro, del reconocimiento (legitimación) y obediencia de sus seguidores, cuya conciencia y acciones logra direccionar, generando fanatismos. Pero como la racionalidad es débil y los motivos y objetivos resultan veleidosos, a gusto del caudillo, éstos, como vínculo de reconocimiento y obediencia resultan frágiles; por eso es necesario introducir motivos afectivos, elementos emocionales que le den solidez a la relación y generen una entrega plenamente personal y llena de fe que puede surgir de la admiración por el caudillo, del miedo o la esperanza” (en Economía y sociedad, “La dominación carismática”). En esto Uribe ha sido maestro: Corazón grande, Colombia es pasión, estado de opinión (relación directa y emotiva entre la población y el caudillo) o, en negativo, su discurso siempre amenazante de los terribles males que sobrevendrán al país si no se aceptan sus posiciones, generando el miedo que ha sido -desde siempre- una de las herramientas políticas más eficaces y deshumanizadoras.
Consecuencia de esta dominación carismática es su última propuesta: resistencia civil, nombre que quiere emparentar equivocadamente esta iniciativa con la más poderosa herramienta político-moral de la que dispone la sociedad hoy para enfrentar la inmoralidad o injusticia de decisiones y prácticas legales de un estado legalmente constituido, pero que ofenden o vulneran valores morales fundamentales de la sociedad y que por ello carecen de legitimidad: tales la desobediencia civil y la objeción de conciencia, movimientos no violentos y con una sola clara meta valórica por alcanzar, que nada tienen que ver con lo que ha sido el devenir de la resistencia civil de Uribe. En el siglo pasado esta herramienta tuvo egregios representantes: Gandhi, King, Mandela, con impensados logros. La desobediencia civil o la objeción de conciencia se refieren a movimientos de protesta pacíficos y no violentos dirigidos al rechazo de una acción o práctica violenta consentida por el Estado, que conducen a la implantación de algo positivo. Así, Gandhi promovió por medio de la acción no violenta, el rechazo a los impuestos con los que se ahogaba al pueblo indio por parte del régimen colonial británico y logró la abolición del régimen colonial; King invitó a la población negra a la autodefensa por medio de manifestaciones pacíficas frente a la agresión de la sociedad blanca con la anuencia del Estado, exigiendo respeto y cumplimiento de sus derechos civiles y logró igualmente el reconocimiento social y una mayor inclusión; Mandela enfrentó de manera pacífica un régimen político que desconocía la igual dignidad de la población negra y logró la caída del régimen del apartheid. Estas luchas contra el sometimiento, la exclusión y la marginación, valores a la vez morales y políticos, no se dirigieron a la expulsión de los ingleses, ni al derrocamiento del presidente de los Estados Unidos, ni a una guerra contra la población blanca: tenían claro su objetivo único, un bien superior y su estrategia, la noviolencia.
Frente al objetivo, por el contrario, el movimiento ciudadano que ha convocado Uribe cobija muchos temas de desigual naturaleza (legales, jurídicos, económicos, gremiales, personales suyos, e incluso algunos que nada tienen que ver con los acuerdos, tales la reforma tributaria y la ideología de género), más no morales: prueba de ello es, que hasta ahora, las víctimas de este conflicto, que son el core -y en buena medida las responsables de que este proceso se haya dado- no han recibido mayor atención de su parte; y ello precisamente, porque las demandas de verdad, justicia transicional y restaurativa y su clamor por darle un fin negociado a este enfrentamiento son expresión de valores morales fundamentales a toda sociedad: la compasión y la solidaridad, el perdón y la reconciliación dirigidos al logro de un bien superior: la paz. Lejos de ello, el elemento unificador de la resistencia civil de Uribe es, como lo evidencia el giro actual de su campaña, la caída de Santos y los mayores castigos a las FARC. Y frente a la estrategia, la suya dista mucho de ser no violenta. Su propio lenguaje (y el de sus seguidores), su escaso rigor frente a la verdad, la manipulación de los ciudadanos, el tono amenazador y la palabra insultante, son formas evidentes de agresión y violencia. De las marchas convocadas hace unos meses se dijo que habían sido pacíficas porque no había habido daño personal o material; pero las pancartas y consignas y el lenguaje corporal de muchos manifestantes estaban lejos de ser pacíficos: la violencia no es solo daño físico o material, es también irrespeto, agravio, amenaza o incitación.
El senador Uribe pudo haber reivindicado en los inicios del proceso de negociaciones, el papel que jugó como Presidente con su ofensiva a la guerrilla de las FARC, al punto que, sin derrotarlas, logró contenerlas e incluso expulsarlas de algunas regiones del país. Este hecho hizo que la guerrilla llegara al convencimiento de que su hora había pasado y que nunca lograría derrotar al Estado, disponiéndola a negociar, como efectivamente sucedió. No es un logro menor. Muchos políticos y medios de comunicación lo han mencionado, más no él, porque su excesiva egolatría no le permite ser precursor sino solo vencedor y no lo ha sido. Esta es otra de las razones de su oposición al proceso: no es él el protagonista central -a pesar de sus esfuerzos- aunque, ciertamente, se ha convertido en el antagonista central, lo cual para su talante, podría ser igualmente importante, más no suficiente.
Desde los inicios mismos del proceso, antes aún de que se conocieran algunos de los acuerdos alcanzados todavía en borrador, ya el senador Uribe había iniciado su campaña de oposición pues las conversaciones de La Habana le ofrecían la ocasión única y feliz, que no podía desperdiciar, de reunir en un mismo plato los dos enemigos que por años habían sido la razón de ser de su existencia como político: la guerrilla de las FARC y el Presidente Santos. Y ha sido así como se ha convertido en el líder que es hoy; sin duda, Uribe, como todo líder carismático, no escapa a lo que han sido rasgos de esta figura desde los comienzos de la humanidad, al decir de M. Weber: el estado de “poseso” (por un ser superior, por una tarea redentora que se apropia) y el frenesí bélico, ha repetido de sí mismo: “yo soy un combatiente” (no dice: soy un político o un estadista) y ya se sabe ello qué significa: un combatiente necesita siempre alguien a quien combatir y si no lo hay, se lo inventa como enemigo porque de otra manera la razón de ser de su existencia y el rasgo definitorio de su identidad, desaparecerían. Pero igual podría decirse (desde una perspectiva piadosa) que él comparte un rasgo común con los héroes trágicos griegos: la desmesura, causa a la vez de su destino fatal y de su grandeza. Frente a esto, de nada sirven el razonamiento y la argumentación, solo valen la pasión y la voluntad del caudillo carismático: hay razones del corazón, dice Pascal, que la Razón no entiende. Paz en el corazón de Uribe y compasión en sus entrañas, es mi plegaria como ciudadana y creyente.