Por: Pablo Montoya
Escritor y profesor de literatura de la Universidad de Antioquia
En medio del siempre turbio panorama político colombiano, estas últimas elecciones presidenciales ofrecieron una faceta positiva. Concedámoslo: la abstención se mitigó, la jornada de la primera vuelta electoral se hizo en paz, no hubo hasta donde se sabe fraude electoral y, lo más importante, se manifestaron dos tendencias alternativas con determinación ejemplar: las dirigidas por Gustavo Petro y Sergio Fajardo. Estas circunstancias muestran a un país que ha madurado en la edificación de una sociedad más democrática.
Pero esa madurez adquiere un sinsabor cuando vislumbramos el futuro posible que le espera al país. De nuevo la clase dirigente de la derecha y la extrema derecha en el poder. De nuevo Álvaro Uribe y sus seguidores sembrando el camino de la política colombiana de ignominias vestidas de honorabilidad. Esa clase que está hasta el cuello de corrupción y, mírese por donde se le mire, hunde su esencia en los crímenes del narcoparamilitarismo. Un país que se enraizará, ideológicamente, en un cristianismo de pacotilla, irrespetuoso, vulgar e intolerante ante todo lo que sea laico en nuestros comportamientos sociales. Y que tendrá como bastión una economía arrasadora inclinada a favorecer los intereses de los más poderosos, que acrecentará la desigualdad social y atacará sin ambages la naturaleza con sus prácticas extractivas.
Por unos días, admitámoslo, nos embargó el optimismo. Creímos que para detener la nueva entronización de los políticos más retardatarios de América Latina –los del Centro democrático, el Partido Conservador, Cambio Radical, el Partido de la U y el Partido Liberal–, habría una convergencia entre los seguidores de Gustavo Petro, Sergio Fajardo y Humberto De la Calle. Los puentes evidentes que hay entre las propuestas de estos tres dirigentes (la lucha contra la corrupción, la continuación de los acuerdos de paz, la defensa del medio ambiente, la apuesta por una civilidad basada en la educación), nos indujeron a pensar que esa unión podría darse sin mayores problemas.
Pero ese optimismo fue efímero. Fajardo, el más decente de los políticos colombianos pero acaso el más escurridizo, dijo que votaría en blanco y su homónimo, De la Calle, ese magnánimo candidato traicionado por su partido, optó por la misma vía. Como Poncios Pilatos de la nueva Colombia se lavaron las manos en esta encrucijada que atraviesa el país, y nos recordaron lo que ya sabíamos: que las tendencias alternativas de nuestra política siguen aun impúberes y su mayoría de edad todavía no ha llegado.
Fajardo no se justificó tan extensamente como si lo hizo su periodista defensor Abad Faciolince. Se nos avisó entonces que votarán en blanco porque Petro les parece sinónimo de autoritarismo, demagogia y castrochavismo. ¿Petro de la extrema izquierda? ¿Petro castrochavista? ¿Petro lleno de odio resentido e incendiario? Dizque separado del Uribismo, aquel fajardista iluminado, y otros que se le asemejan, ha terminado hablando su mismo lenguaje y entendiendo el país con su misma obcecación. Y fuimos todavía más cándidos al creer que Jorge Robledo, el senador incólume del Polo Democrático, superaría su animosidad y, por claras razones de parentesco político, apoyaría a Petro. Robledo, otrora orgullo de nuestra sensatez senatorial, terminó despeñándose por el precipicio de su egoísmo y su irresponsabilidad. Pareciera que estos promotores del voto blanco pasaran por alto el hecho de que con su actitud despejan el terreno para que sigan gobernando los políticos cuya responsabilidad es irrefutable en la desgracia cotidiana que Colombia vive desde hace años. Fueron estos últimos, valga la pena recordarlo, quienes establecieron la temible seguridad democrática que chuzó a los defensores de los derechos humanos y a la oposición y dejó más de cinco mil muchachos inocentes asesinados, considerados como guerrilleros, por las fuerzas armadas. Fueron ellos los que ocasionaron con su equívoco orden de cosas más de sesenta mil desparecidos. Fueron ellos los que han dejado sobre nuestra geografía una población desplazada que alcanza los siete millones. Por ello, votar en blanco, en estas circunstancias, es validar la permanencia de tales opresores.
Pero la derecha y extrema derecha colombiana son expertas en las coaliciones, así ellas asuman los rasgos de un conjunto de buitres o de hienas sobrevolando la carroña que es, de algún modo u otro, el poder. Porque el poder, desde la antigüedad hasta nuestros días, no es más que una metáfora glamurosa de la porquería. Y hacer política, para tomarse ese poder, no es más que practicar el arte de la manipulación y el engaño. Con todo, reconozcámoslo, hay unos que la han hecho con cierta respetabilidad en la Colombia, en tanto que otros la han practicado con el más cínico de los descaros.
Como quisiéramos que el optimismo no se nos escapara de las manos. Que él pudiera avivar esa esperanza nuestra que está a punto de desbaratarse. Que ocurriera un milagro –ese milagro expresado en la posibilidad de que como nunca antes los jóvenes y algunos de esos millones que siguen siendo la triste cara de la abstención votaran por Gustavo Petro– y Colombia fuese, por fin, presidida por un político diferente, limpio y serio. Pero, como toda agua, ese optimismo habrá de escabullirse ante el porvenir que nos espera. Hemos tenido, durante estos días, una inigualable oportunidad de darle un viraje necesario a esta Colombia magullada por la crueldad y la avaricia de sus dirigentes tradicionales. De la Calle está prácticamente enterrado, a no ser que abandone para siempre su caverna liberal. Pero lo mejor es dejarlo que descanse y que el tiempo de los historiadores le otorgue una recordación de unos acuerdos de paz que están corriendo el riesgo de ser desmontados. Fajardo y los suyos, por su parte, están pensando que una nueva oportunidad les será servida en la bandeja de plata que su decoro les otorga. ¡Tamaña ingenuidad! Porque si gana Iván Duque lo que habrá es un paso hacia atrás de proporciones gigantescas que les impedirá a ellos, como a las fuerzas de Petro, llegar al poder.
Por desmesura de sus egos, por torpeza política, por someterse al mandato de una dignidad a todas luces necia y vanidosa, por no haber aprendido las lecciones que nos han dado Uruguay, Chile y Francia, países que no dejaron subir al poder, en los últimos años, lo peor de sus representantes políticos– la espada de Damocles caerá sobre sus cabezas. Y Colombia los señalará (a Fajardo, a De la Calle y hasta el mismo Petro que también fue incapaz de favorecer las alianzas así las haya propuesto) como los grandes responsables de no haber aprovechado este momento único para conducir a una estropeada nación latinoamericana por una senda más progresista, civilizada y humana, más asomada a una modernidad solidaria con los pobres, y no al pasado aciago sobre el que hemos estado siempre sostenidos.