“La memoria nos permite reconocer de lo que es capaz el hombre”
(Primo Levi)
Se han preguntado ¿por qué nos seguimos matando? Y ¿qué tantos elementos tiene la sociedad para construir una respuesta profunda, soportada en la disquisición racional e ilustrada y no en las pasiones políticas que nos han sembrado en este país? ¿Cuántas personas pueden dar cuenta a ciencia cierta, de la tragedia humanitaria que ha vivido Colombia a lo largo de los siglos y muy especialmente de este que llamamos, el último conflicto armado que lleva en nuestras vidas más de 50 años? ¿Qué relato de la guerra se enseña en los colegios? ¿Qué información objetiva y reflexiva está al alcance de las nuevas generaciones? Realmente estamos lejos de dar respuestas claras y seguras a estas preguntas. Este es un país que aún no conoce y por lo tanto no ha hecho suficiente conciencia, del estado de cosas que marcan su existencia como nación y que determinan la vida de cada uno de nosotros.
Retomando estadísticas conocidas1 y lamentablemente desactualizadas, pongo en consideración estas cifras: entre el año 58 y el 2012, fueron asesinadas 218.000 personas y solo el 19% eran combatientes; hubo 1.982 masacres que dejaron 11.751 víctimas; se registraron 7.000 personas desaparecidas; 5.712.506 seres humanos desplazados de sus territorios; y 10.189 afectados por las minas antipersonas. Pueden llegar a más de 6.000 los ciudadanos, padres de familia y jóvenes, en su mayoría campesinos, humildes y trabajadores que sin estar involucrados en el conflicto armado, fueron asesinados como “falsos positivos”, disfrazándolos de delincuentes o guerrilleros para cobrar las prebendas que ofrecía la Fuerza Pública a sus miembros como estímulo por los resultados; así truncaron su vida, la de sus familias y comunidades; líderes y organizaciones eliminados para destruir los lazos colectivos y las luchas por los derechos. Miles de hombres y mujeres arrojados a la guerra por presión de los grupos armados, de la pobreza, de la falta de oportunidades, de la violencia familiar, y cientos de miles de mujeres agredidas, huérfanas, viudas, para quienes la carga de la vida se hizo inmensa. Ciudades llenas de familias que perdieron su tierra, sus animales y sembrados, sus vínculos, y hoy no tienen nada ni siquiera competencias para enfrentar las duras demandas de la vida urbana. Y de todos ellos, en su inmensa mayoría, población negra e indígena, despreciada desde siempre y atacada de manera preferencial por los grupos armados para despojarlos de sus tierras ricas y abrir el paso al “desarrollo” y a la explotación de los bienes naturales.
Para comprender otros factores de la persistencia del conflicto, preguntémonos: ¿cuántas leyes, políticas públicas, instituciones o entidades estatales, económicas y políticas, han servido de fuente al conflicto armado y cuántos intereses particulares impiden que éste cese, porque en río revuelto, ganancia de pescadores? Solo a mayo 15 de este año, 100 líderes sociales2, mujeres y hombre dedicados a defender los bienes colectivos: la vida, los derechos, la naturaleza, fueron asesinados ¿Quién los está matando? ¿A quién le interesa eliminarlos y con ellos sus luchas, la confianza y los vínculos que les permite actuar como comunidad? ¿Nos lo hemos preguntado? O de nuevo, porque son indígenas, campesinos, sindicalistas, ambientalistas, ¿no nos importan?
Pues bien, si y solo si la sociedad insiste en la memoria y la búsqueda de la verdad, como ejercicio de conciencia y de tributo a las víctimas, producidas por la misma sociedad -no solo por unos grupos armados- puede tener una ruta para garantizar la no repetición. Como bien dice la iglesia católica, para obtener el perdón, la gracia de Dios, es necesario hacer examen de conciencia, contrición de corazón, propósito de enmienda y acción de boca, pero sobre todo para perdonarnos nosotros mismos y poder iniciar una vida mejor, más digna para todos. O como dice el psicoanálisis: nombrar la cosa, para poder sanar y transformar. Si una sociedad no nombra su pasado y hace sobre él una reflexión profunda y ojalá colectiva, no le es posible superar las herencias atávicas que trae como lastre y entonces, eliminar al otro, su vida, su dignidad, sus derechos, seguirá siendo una constante. Necesitamos sentir vergüenza o al menos pudor frente a cada hecho de la guerra y sus impactos y por esta incapacidad de asumir de frente el reto de eliminar las razones del conflicto armado. Como dice el analista político, Ariel Ávila: “El país entraría en una gran catarsis, si se mirara al espejo y comprendiera la magnitud de la violencia en Colombia. Como lo he dicho en otra oportunidad: nadie duda de que las Farc cometieron crímenes, lo que va a sorprender a muchos ciudadanos es que no fueron los únicos”3.
Es por todo esto que existe un proyecto de memoria y museos o lugares de memoria en el país, cuyo propósito es la reconstrucción moral y recordarnos todos los días, que hemos vivido y seguimos viviendo en una sociedad en la que hay que revisar y trasformar los valores y las prácticas que nos llevan a persistir en la confrontación, para reconocer que, eliminado a los perpetradores no lo hemos resuelto porque la violencia está anclada en nuestra cultura.
Un museo es un dispositivo pedagógico, una herramienta de orden moral y político que está llamado a cumplir una misión histórica en una sociedad. Es por ello por lo que todo gobierno que tenga a su cargo un lugar sagrado, en el que se honra el dolor de las víctimas y su lucha por la verdad y la justicia, y en donde se abre una pregunta al pecho humano por un futuro distinto, tiene con este espacio responsabilidades morales y políticas inmensas: asegurar no solo su funcionamiento sino la dirección más consiente, ilustrada y respetuosa posible; preservar su autonomía, valorar y acoger toda decisión que sobre un lugar de memoria se tome, también debe ser un imperativo ético, garantizar, salvaguardar y enaltecer los principios fundantes y el lugar de las víctimas como eje central; ningún otro interés ni político ni económico puede estar por encima.
Cuando se creó el Museo Casa de la Memoria en Medellín, el primero del país, como respuesta a la iniciativa y la lucha de las víctimas, con todo el apoyo de la Alcaldía de Alonso Salazar, previmos que este debía estar protegido de la incidencia burocrática e ideológica propia de la política. Propusimos que esta fuera una entidad descentralizada con autonomía administrativa; creamos una Junta Directiva mixta, con participación del gobierno local por supuesto, pero también de las organizaciones sociales y de víctimas y creamos un grupo de amigos del museo para extender esta inmensa responsabilidad a más ámbitos de la sociedad, conformado por dos universidades, una pública y una privada (La de Antioquia y EAFIT), tres empresas nacionales conocedoras, en carne propia, del conflicto armado ( Ecopetrol, Isa e Isagen), una empresa privada (Bancolombia), dos organizaciones sociales reconocidas por su trabajo en Derechos Humanos, Víctimas y Memoria (La Corporación Región y El IPC), y tres organizaciones de víctimas. Pero nada de ello bastó para que los cambios de gobierno tuvieran suficiente consideración a la hora de asignar los recursos necesarios para aportar, desde el Museo, al cambio de una cultura de guerra por una de paz, y a no sucumbir a la tentación de hacer de este un espacio para la repartición burocrática de compromisos políticos.
No siempre los gobernantes conocen o reconocen el sentido profundo de las instituciones que heredan, pero si les corresponde en el tiempo de su gobierno aproximarse, disponerse a este aprendizaje y hacer entonces los esfuerzos necesarios para que la misión con la cual fueron construidas estas entidades, se cumpla a cabalidad; y así, muchos más seres humanos, especialmente la misma dirigencia y los maestros y la juventud, puedan elevar los niveles de conciencia sobre la urgencia de hacer las trasformaciones que nos pueden llevar a una vida más digna para todos, porque conocen no solo las cifras, sino también los daños profundos que ha hecho la guerra y que seguramente, están inscritos en el corazón de todos nosotros, porque nadie está exento de llevar esta marca y por ello debe abrirse a una búsqueda de mayor humanidad. Es su obligación, porque el “deber de memoria” que tienen los gobiernos está consignado en la legislación nacional y le corresponde hacer que su luz, llegue a muchos y brille para iluminar un nuevo camino para esta sociedad.
1. Datos del CNMH, ¡Informe Basta Ya!
2. Datos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz- Indepaz. Mayo 2020.
3. Revista Semana. 2019/12/18