Hace un par de semanas, la senadora Paola Holguín del Centro Democrático (el mismo que presentó un proyecto de Plan de Desarrollo que reduce a su mínima expresión los recursos para la implementación de la Ley de Víctimas y que se opuso a aprobar las circunscripciones especiales para la paz creadas para su participación), instaló vallas en varios lugares de Antioquia, a nombre de las víctimas. Según éstas, quienes apoyaban la JEP estaban al lado de los victimarios y, quienes no, al lado de las víctimas. En respuesta, César Gaviria, del Partido Liberal (el mismo que jugó un papel central en la promulgación de la Ley de Víctimas, pero también hizo elegir a Sofía Gaviria al Senado, promoviendo claramente una oposición al Acuerdo de Paz, y acompañó a Duque en la recta final de las elecciones presidenciales con una agenda que prometía hacer trizas los acuerdos) puso otras con el mensaje contrario: quien respalde a la JEP apoya a las víctimas y quien no, a los victimarios.
Esta guerra de vallas es demostrativa, por un lado, del empobrecimiento paulatino del debate político, pero por otro, y esto es lo que nos interesa subrayar, de la utilización de las víctimas en pro de intereses partidistas, y como excusa para una polarización que nada tiene que ver con su situación, ni mucho menos con el interés de reconocerlas y repararlas.
Como lo hemos dicho en muchas ocasiones a propósito de las diversas investigaciones realizadas sobre las memorias del conflicto armado, del acompañamiento a procesos organizativos de víctimas y la participación en la construcción de políticas públicas locales para su atención, este no es un grupo poblacional homogéneo; no tienen una identidad que pueda definirlas de una u otra forma. Si algo tienen en común es el sufrimiento, la subyugación, la vejación, el despojo; y muchas de ellas, la pobreza, la exclusión y la negación de sus derechos básicos de ciudadanía. Pero hay entre ellas intereses y visiones distintas, no solo sobre su experiencia de victimización sino sobre la forma en que los daños ocasionados deben ser reparados por los responsables, por el Estado y por la sociedad; sobre cómo satisfacer sus derechos a la verdad, la justicia, la reparación integral y la no repetición, así como sobre qué hacer con los victimarios.
A partir de este punto, deberíamos aceptar de una vez por todas que nadie tiene ni la potestad, ni el derecho de arrogarse su representación. Como es natural y como sucede en otros sectores –la guerra de vallas así lo demuestra– las voces de las víctimas muchas veces son contradictorias y están en pugna. Así que también deberíamos entender que, en lugar de intentar homogenizarlas, lo que debe hacer la institucionalidad y en lo que debemos contribuir como sociedad, es en crear condiciones para que esa diversidad sea reconocida.
En Colombia se ha usado la responsabilidad de la victimización (Estado, guerrillas, paramilitares, Fuerza Pública, narcotráfico) para generar una suerte de estratificación o incluso de nuevas revictimizaciones, movilizando ideas acerca de quienes son las “verdaderas” víctimas, las que más “merecen” la atención, o las que sí tienen “la verdad”. Pero a nuestro modo de ver, ni la Ley de Víctimas ni el Acuerdo de Paz en el punto 5 (con el que se crea el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición) tienen que ver con esta interpretación. Muchas víctimas, casi sin excepción, reclaman saber la verdad sobre lo que les pasó, quieren ser escuchadas y reparadas tanto por sus victimarios, como por el Estado, aunque no haya sido el responsable directo, pues en su condición de soberano es el principal garante de la integridad de la vida de todos sus asociados. Pero también demandan ser escuchadas y reparadas por la sociedad, que es en últimas la que permitió que este conflicto armado haya existido y perdurado, ya sea cohonestando con los actores armados (material o ideológicamente), o con su indiferencia e indolencia.
En este sentido, hacen muy bien las mujeres de la Fundación Rosa Blanca, muchas de ellas desmovilizadas de la misma agrupación, al reclamarle a la FARC verdad y reparación, demandar ser escuchadas por la JEP, la Comisión de la Verdad (CEV) y la Unidad de Búsqueda de Personas Desparecidas (UBPD). Así como lo han pedido las víctimas de crímenes de Estado (Movice), del ELN, de los grupos paramilitares, de la Fuerza Pública, del narcotráfico y las miles de víctimas que no logran identificar de entrada a los responsables directos de los daños que les fueron causados.
Pero lo que no está bien es que las víctimas –cualquiera que sea– sean manipuladas y utilizadas con interpretaciones tendenciosas y maniqueas y con discursos y prácticas que se modifican dependiendo de quién es el responsable de la victimización. A nuestro modo de ver, no hay nada que amenace con que esa diversidad de voces no vaya a ser escuchada: ni en el Acuerdo de Paz firmado, ni en las posturas de Francisco de Roux, presidente de la CEV, de Patricia Linares, presidenta de la JEP, ni Luz Marina Monzón, directora de la UBPD. Por el contrario, lo que esta nueva institucionalidad garantiza es que haya igualdad de oportunidades, no solo para todas las víctimas sino para todos los responsables directos e indirectos; y, de manera importante, que el resultado de este proceso, ofrezca posibilidades reales de transición de una sociedad que ha vivido por décadas en guerra, a una en la que sean posibles la convivencia y la reconciliación. La idea de que se trata de un acuerdo para beneficiar sólo a las Farc no tiene ningún asidero distinto al de deslegitimar el proceso y la idea de una paz negociada.
Si algo requieren las víctimas es crear un espacio social para que, como decía María Teresa Uribe, su sufrimiento tenga una dimensión pública y colectiva, su palabra sea escuchada con la empatía y compasión que merecen y sus demandas de reparación sean entendidas desde la solidaridad, pero también desde la comprensión de que con ellas lo que se está sanando es la sociedad misma. Claro, otras reclaman, con toda legitimidad, pasar rápidamente la página. A ellas también les debe ser respetado y garantizado el derecho al silencio y al olvido.
Tal vez sea difícil encontrar mayor generosidad, capacidad de perdón y reconciliación que la de muchas personas, hombres y mujeres, que a lo largo y ancho de este país, han sido victimizados y sin embargo hoy reclaman para sí mismas y para el país una nueva oportunidad. Es vital ponerlas en el centro de la agenda nacional, no para avivar el odio, como pretenden muchos de quienes dicen representarles, sino para encontrar en su humanidad las claves para la reconciliación.
Todo esto tiene todo el sentido en el país, pero mucho más en Antioquia y Medellín, región en la que el odio y la polarización se han anidado. Pero además, en la que se concentra el mayor número de personas afectadas por las diversas modalidades de victimización (desplazamiento forzado, homicidios y masacres, secuestro, desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, violencia sexual, entre otras). Como bien lo planteó en otro momento Francisco de Roux, si esta sociedad antioqueña no se reconcilia, difícilmente lo hará el país. Tenemos que ser capaces de tender puentes, de propiciar el encuentro, de hallar los puntos en los que coincidimos. Demostrarles y demostrarnos que somos mucho más que la región de la base social del No, o la principal proveedora de comandantes y combatientes de todos los ejércitos ilegales. Reconocer y escuchar a las personas víctimas desde su humanidad y pluralidad puede ser el comienzo de este camino.