“La cultura, los gobiernos, la ciencia, la filosofía, la justicia y las religiones, entre muchas otras cosas, obedecen a la valoración positiva de una chispa emocional que les dio origen. La civilización está sólidamente anclada en los afectos”
Mauricio García Villegas
En un país que ha padecido la guerra por más de cincuenta años, en un contexto donde la vida tiene un valor relativo pero se la juega por la construcción de paz y se prepara para conocer un informe sobre la Verdad, es imprescindible preguntarse por el papel de las emociones en la sociedad que somos y la que queremos ser.
Septiembre, está dedicado a celebrar el amor y la amistad; las personas despliegan expresiones de afecto y empatía, sin embargo, también es la segunda fecha más violenta del año después del día de la madre, en la que se incrementan principalmente, los casos de violencias contra las mujeres [1]. Es paradójico y dramático que la celebración del amor y la gratitud se unan con tan descarnadas cifras de violencias de todo tipo. En esta realidad que cada año se repite y se nos ha vuelto paisaje, se asientan buena parte de las preguntas que nos debemos hacer, partiendo de reconocer las emociones que como sociedad compartimos.
Nuestra historia ha estado marcada por una dicotomía entre la razón y la emoción, privilegiando lo racional como sinónimo de inteligencia, objetividad y buen sentido; al tiempo, se han minimizado las emociones, asociándolas con impulsos primarios o sensaciones instintivas que es necesario ocultar, reprimir y dominar. En lo público y en la política, la máxima expresión de esta dicotomía se evidencia, en el intento de suprimir toda señal que pueda interpretarse como debilidad, fragilidad e irracionalidad. Sin embargo, los desarrollos de la neurociencia han cuestionado dicha separación, planteando que hay un estrecho lazo entre emoción y cognición y que, además, existe una relación dialógica y dinámica entre la emoción y la racionalidad.
Marta Nussbaum nos ha ayudado mucho a ampliar el panorama sobre lo que significan las emociones en la vida política. Para ella las emociones son una capacidad que debe ser promovida por cualquier orden político interesado en que ciudadanas y ciudadanos, tengan una vida a la altura de la dignidad humana. Por tanto, la formación de una ciudadanía crítica pasa por reconocer que nuestra subjetividad política, se alimenta de posibilidades para “… amar, apenarse, sentir añoranza, gratitud e indignación justificada”.
Humberto Maturana, también habla de las emociones y el lenguaje en la educación política: “la educación es la base para la democracia y la democracia se define y se vive desde la emoción, desde el deseo de convivencia en un proyecto común de vida”. Por lo tanto, para una sociedad que desea fortalecer su talante democrático, es fundamental asumir con responsabilidad, la tarea de proteger, promover y desarrollar las emociones como capacidad central, tareas que deben desplegarse en múltiples ámbitos: la familia, la escuela, la organización social y los procesos colectivos, pues en todos ellos abundan los afectos.
Avanzar en la tarea de fortalecer las emociones como una capacidad para la vida digna implica por lo menos cuatro elementos básicos: reconocer el papel de las emociones en el comportamiento humano, posibilitar y validar la expresión de las emociones y los sentimientos en los distintos escenarios de la vida privada y pública, fortalecer capacidades en las personas para percibir, comprender y regular sus emociones y, por último, reconocer que en los procesos sociales se suman y se mezclan emociones individuales que le dan forma a los proyectos colectivos de las comunidades y las naciones.
En su libro Emociones políticas, Nussbaum afirma que “cada uno de los ideales políticos más importantes está apoyado por sus propias emociones particulares”. Por lo tanto, los propósitos de construir una sociedad más democrática, más justa, con igualdad de derechos y en paz, deben estar respaldados en un proyecto colectivo que posibilite cultivar relaciones basadas en la solidaridad, la empatía, la indignación, el perdón, la compasión, la bondad y, por supuesto, el amor. Para la autora, el amor es “una emoción fundamental, capaz de impulsar en las sociedades una modificación de lealtades por parte de los ciudadanos en pro del bien común”.
Además de la guerra, Colombia ha padecido la pobreza, la discriminación, la corrupción, y muchos otros males. En la actualidad se enfrenta a los duros efectos emocionales, sociales y económicos de la pandemia, lo que intensifica la rabia, el miedo, la ira, la tristeza y la desesperanza. Tanto las personas como los colectivos, requerimos contar con recursos y competencias psicosociales para tramitar adecuadamente las experiencias que nos generan estas emociones, de manera que no se conviertan en sentimientos de dolor, cólera, odio o venganza, que a su vez devienen en acciones y prácticas de intolerancia, discriminación, exclusión, xenofobia, agresividad y violencia. También necesitamos de un Estado comprometido con la garantía de derechos y libertades, con el cierre de brechas económicas y sociales y con instituciones confiables que fomenten la justicia, de manera que la ciudadanía sienta que puede desarrollar y disfrutar un proyecto de vida digna.
Estamos frente a dos grandes retos: facilitar la expresión y control de nuestras emociones para que no se manifiesten exclusivamente en determinadas fechas del año, dirigidas a las personas más cercanas; e impedir su instrumentalización por el comercio y el consumo que, voraces, monetizan los sentimientos y los convierten en producto de intercambio. Necesitamos emociones colectivas que impulsen la construcción de vínculos basados en el reconocimiento y el respeto, que sean motor de transformaciones, que nos permitan construir proyectos políticos garantes del bienestar de todas las personas, que sean espacios para la manifestación de lo que pensamos y sentimos, en donde podamos tramitar de manera dialogada las diferencias y conflictos.