Juan Guillermo Isaza
Resumen
La práctica del grafiti en Medellín ha estado atravesada por todo tipo de tensiones. Debe pasar por encima de las barreras institucionales legales (policiales, familiares y escolares), pero también lidiar con las fronteras invisibles ilegales, poniéndole siempre un severo signo de interrogación a la noción misma de espacio público. Los grafiteros han atravesado imaginarios de territorio cargados de miedo, para apropiarse de la ciudad en un acto de libertad y resistencia. Mirada particular a la historia de esta práctica en la Comuna 13 y a su inédita afirmación de otras memorias.
Antecedentes
Cuando en los años setenta los muros de las principales ciudades del país aparecieron pintados con la consigna “Con el pueblo, con las armas, al poder”, torpe y concienzudamente trazada a pincel y tarro, el grafiti era poco menos que el menú del plato principal: la insurrección armada. El aerosol era apenas una herramienta taquigráfica al servicio de la premura clandestina y la revolución, la estrella polar de una generación próxima a apagarse en medio de un cataclismo que apenas empezaba a borbotear en las nacientes rutas del tráfico de cocaína.
Las paredes eran, según el establecimiento, “el papel del canalla”, es decir, la pancarta apresurada de movilizaciones populares de protestas: marchas, huelgas y paros de movimientos políticos y sindicales que sacudían el país como el badajo de una campana que llamaba a la revuelta, anunciando la inminente toma del poder. Sin embargo, pasada la combustión de aquella generación en la lucha armada, y cuando el horizonte romántico parecía alejarse a medida que avanzaba la violencia, el grafiti fue perdiendo su carácter meramente utilitario y derivó en expresiones entre risueñas y desencantadas, de otros registros de una realidad no muy lejana de su pariente embrionario, nacido en los orinales de bares, universidades y cantinas, que alternaba primitivas y burdas representaciones genitourinarias con frases como “Haga patria, mate un policía” o “El hecho de que yo sea paranoico no significa que no me estén persiguiendo”.
Pero aun para aquellos días, el grafiti poseía un carácter estrictamente funcional. Solo a partir de los noventa aparece en la ciudad otra variedad del mismo, que abandona los mensajes directos e instrumentales y pone el énfasis en la fluidez del trazo, en la elaboración de una caligrafía que se hace cada vez más intrincada y con un valor autónomo. Esta nueva práctica echa raíces en la cultura hip hop neoyorkina y poco a poco gana espacio asociada al concepto de lo joven en la ciudad.
Cortesía Casa Kolacho
Grafiti y hip hop: juntos pero no revueltos
Vamos a examinar con más detalle la cultura hip hop. En palabras de Kbala (pr. Cábala), profesor de rap de Kasa Kolacho de la comuna 13, el hip hop consta de “cuatro elementos principales: grafiti, break dance, deejai (dj por disk jockey) y rap”. Cada uno corresponde a una práctica diferente de dicho movimiento cultural: la pintura, la danza, la creación de pistas musicales y el canto. Aunque estrechamente relacionadas, para comprender el grafiti es preciso separarlo y a su vez vincularlo con el rap, ya que así fue vivido, soñado y sufrido por la juventud de Medellín.
El rap es la voz cantante de la cultura hip hop y asume una narrativa sumamente clara frente al entorno en el cual germina. Camina a trompicones sobre las pistas sonoras creadas por los deejais, pero su paso es afirmativo. Lo que hay que decir, lo dice. Según el investigador Juan Diego Jaramillo Morales: “Encontramos que el hip-hop […] esgrimía con mayor fuerza un relato contra la violencia y, además, contaba con lugares en varios puntos de la ciudad rodeados por dicha violencia donde los jóvenes podían iniciarse en alguna de estas prácticas”.
En este contexto, el grafiti se desplaza hacia contenidos más gráficos y menos textuales. Dentro de la cultura hip hop opera como el referente visual de las letras del rap, lo cual no quiere decir que las ilustre, las comente o las reinterprete, como lo harían las imágenes de un videoclip. Siguen un curso separado y lo que las relaciona es nutrirse de un imaginario común que se gesta en espacios simbólicos compartidos como la comuna, el barrio, la esquina o el parche, que no necesariamente se asocian con demarcaciones estrictamente geográficas o administrativas.
La pesadilla al margen de lo convencional
Salta a la vista que varias de las imágenes eluden los diversos relatos de poder y control que tensionan su práctica y ejecución; muchas de ellas, con una vocación abiertamente revulsiva, hacen volar las percepciones que de lo estético, establece lo institucional. De los muros brotan seres inverosímiles con un número excesivo de ojos o miembros desmesurados, imágenes impúdicas, dantescas, febriles y oníricas (más cercanas al Bosco o a los cómics que a los apacibles fruteros que adornan las salas de las casas de nuestros abuelos), sacuden un tranquilo transporte en bus. Una y otra vez, calaveras insepultas y seres monstruosos nos recuerdan un entorno de violencia cotidiana de cuyo nombre no queremos acordarnos:
... Lo percibo como arte, pero desde ese arte busco hacer parodias, como desahogar esa parte que pide eso de mí, casi como un exorcismo, como generar sangre, no lo hago realmente, pero me calma esa parte. [….] el auge es pintar cosas salidas, expresionismo imaginativo totalmente, seres con alas con muchos ojos, una metrópoli diferente a la del cuento de hadas: una ciudad un poco más flexible, de muchos dientes, de muchos ojos, lo mismo que pasa en un solo ser, no divididos como estamos, llenos de babas, de pus… (Daniel, en Jiménez, V., 2014)
Estas imágenes transgresoras siempre han sido escenario de una tensión constante con lo institucional, lo cual no significa exclusivamente un enfrentamiento con alguno de sus aparatos represivos. A veces la norma se expresa desde lo inesperado: “…Yo estaba pintando con un amigo ahí, al lado, y él le pintó una chocha hipertrofiada a una gorda, pun pan gigante y el tipo era feliz riéndose: ‘Jua, jua, mirá’. Entonces yo le dije: ‘Muy bonito, pero le va a durar un día no más’, y preciso, al otro día… Ni siquiera fueron los evangélicos del frente, fue un loco con un palo y una pintura” (Malk, en Restrepo, E. y Vélez, M., 2009).
Impúdico, retador, onírico, o simplemente travieso, el grafiti, como también lo hace la caricatura política, busca por debajo del tapete la basura que la escoba institucional o bienpensante quiere esconder y olvidar: “… Estoy trabajando unos gordos que son como la imagen del poder. Primero empecé con ese resentimiento, o ese afán, o esa agonía que me producía la narcocultura que tenemos; entonces empecé a hacer el gordo mafioso que terminó siendo el comerciante, el banquero, el político, el milico…” (Malk, en Restrepo, E. y Vélez, M., 2009)
Cortesía Casa Kolacho
Símbolo y memoria
A pesar de su carácter deletéreo, el grafiti ha sido también sustrato de memoria e identidad de comunidades que han padecido la violencia. La populosa Comuna 13 fue desde los años 90 un apetecido botín militar de distintos actores violentos. Por aquella época, el ELN hizo presencia en el sector, en una alianza llena de encuentros y desencuentros con los Comandos Armados del Pueblo (CAP), de los cuales eran mentores, socios y rivales. En el proceso de aprendizajes de prácticas criminales que comenzó con la creación de las milicias populares en la desmovilización del M-19, la extorsión, los asesinatos selectivos y la limpieza social se pusieron al orden del día; sin embargo, los mismos habitantes de la zona parecían preferir el olvido: “… Maya, un grafitero y líder comunitario, me cuenta que, a pesar de tantos años de violencia, la gente sigue sin reflexionar al respecto: «[…] La gente dice: ‘Eso fue en otra época, esta es la época en la que yo puedo ser el duro’». Se creen más esas mentiras y esas ilusiones […]”. (Kbala, 2016)
Es allí donde el grafiti opera como preservador de memoria. Según Kbala, uno de los grafitis de la Comuna 13 tiene un significado simbólico que es a su vez evocador de sucesos violentos:
… esta obra es supremamente importante para nosotros porque nos cuenta una historia. El 21 de mayo del año 2002 se desarrolla una operación militar que tiene por nombre Mariscal. Esa operación dura doce horas y deja como resultado siete niños asesinados. Socorro Mosquera, que es una heroína de la Comuna 13, una mujer que admiramos y respetamos muchísimo, sale a la calle con un pañuelo blanco y empieza a gritar que no más guerra. Eso genera una acción colectiva donde todas las personas de la Comuna 13 desde los balcones y las ventanas sacaron pañuelos y sábanas blancas y gritaron “No más guerra”. Ese día esa acción colectiva, esa unión de la comuna ganó, y la guerra, por ese día se detuvo. Cada una de las obras representa la acción colectiva con el pañuelo blanco. El águila es libertad, la lechuza es sabiduría, conocimiento. Los elefantes son el animal que más memoria tiene… (Entrevista con Kbala, Medellín, enero 16 de 2016)
Posteriormente, a finales de los noventa y comienzos del dosmil, la arremetida paramilitar en la disputa por el control territorial de la ciudad llevó a la hegemonía del Bloque Cacique Nutibara al mando de Diego Fernando Murillo, alias “don Berna”, quien, tras aniquilar al Bloque Metro, encontró que la única resistencia visible se hallaba precisamente en esta comuna. De hecho, las Farc habían decidido participar del festín mediante el envío de tropas rurales a ocupar posiciones. Poniendo su propia estructura militar (heredada de la Oficina de Envigado y Los Pepes) al servicio del ejército, participó pasiva y activamente en uno de los episodios que habrían de marcar la Comuna con el signo de la tragedia. La tristemente célebre operación Orión en la Comuna 13 no fue el único operativo militar en contra de la población civil.
En los enfrentamientos con los grupos milicianos por el control de algunos barrios de la ciudad también participaron las fuerzas armadas estatales con múltiples operativos militares1.
Otros actores del entorno barrial han levantado el aerosol para tomar por asalto las paredes con sus propias visiones del conflicto armado, dotándolas de imágenes que, paridas desde el dolor, trazadas tanto por graffiteros experimentados como por los miembros de la comunidad, señalan a los generadores de violencia. Igualmente, algunos colectivos feministas y de la comunidad LGTB han usado técnicas cercanas o propias del grafiti como el esténcil, para dar un giro a la creación de sus consignas, llegando incluso a registrar obras con mucho más acabado técnico para plasmar la memoria de líderes afines a sus movimientos.
Adulto contemporáneo
En el año 2013, cuando la administración municipal invitó a varios grafiteros a intervenir los bajos del puente de San Juan, aledaño al centro administrativo La Alpujarra, emerge muy marcado un punto de quiebre. Aquel jovenzuelo rebelde que fuera el grafiti adquirió andares y modales adultos, asimilándose a cierto lenguaje institucional que hizo, tanto de él como del hip hop, una alternativa a la violencia. De hecho, en la Comuna 13 se aprecia de manera muy nítida esta imbricación que pasa por la iconografía de líderes comunitarios destacados por su accionar no violento, como señala Kbala, refiriéndose a un grafiti sobre un líder comunitario de la Comuna 13: “… esta obra la desarrolla una corporación denominada Pazamanos. Ellos crean un proyecto que tuvo por nombre Héroes de la 13. El tema de la obra era identificar 13 personas importantes para la comunidad en temas de transformación y liderazgo, para que identifiquen sus verdaderos héroes”2.
Como se puede observar, algunos conceptos propios de la institucionalidad como la —para este momento, trajinada “transformación” de la ciudad— han sido incorporados no solo al discurso, sino a la práctica del grafiti. No obstante, este sigue reclamando para sí una opción de vida diferente al conflicto: “Maya tiene una frase que dice que los héroes en Colombia sí existen y no portan armas, por contra a una publicidad televisiva del gobierno colombiano donde mostraban a los soldados con armas gigantes diciendo que ellos eran los héroes de Colombia”3.
Cortesía Casa Kolacho
Movilidad y resistencia al encierro
Sinembargo, como señala Jaramillo (2013): “… a lo largo de la ciudad las experiencias cambian mucho y […] en el grafiti no es fácil encontrar ese relato cohesionador […] en el que está cayendo el hip-hop, sino más bien parece que los relatos de calles, de contramovilidad y de negociación con los lugares hacen que el grafiti esté en constante cambio y transformación a través del entorno que lo interpela”.
No todos los muros que vemos pintados contienen este tipo de imágenes transgresoras, portadoras de memoria o de mensajes explícitos o simbólicos. Una cantidad significativa de grafitis pertenece al género wildstyle, caracterizado por el protagonismo marcado de una tipografía adornada hasta extremos barrocos. Son ejercicios de destreza visual que de manera similar a la habilidad de versificar improvisadamente en torneos de rap, aumentan el prestigio de sus creadores entre sus pares.
De hecho, para algunos estudiosos, el grafiti, en cuanto elemento subsidiario de la cultura hip hop ni siquiera debería plantearse la finalidad de crear algún tipo de narrativa, la cual, como hemos visto, se deja al rap. Según explica Paolo Villalba Storti: “Una de las características fundamentales del grafiti es que son huellas anónimas, pues deben estar despolitizadas o son indiferentes en cuanto al sistema” (Storti, 2009)
Por otro lado, una mirada a su práctica revela que esta está, por su naturaleza, atravesada por todo tipo de tensiones con una serie de discursos e imaginarios que pretenden delimitar, desde diversos centros de poder, cierta normatividad para el ser joven. El grafitero, particularmente durante su período de formación, pasa por encima de las barreras que erige lo institucional, empezando por saltarse la noción de espacio público, o por lo menos coloca un severo signo de interrogación al final de ella. Esto implica, durante la práctica del “bombardeo” o pintadas rápidas a través de las cuales va adquiriendo su sello personal, burlar las vallas implantadas por instituciones policiales, familiares y escolares (distinta del colegio, como marcador de clase) hasta la norma social implícita en uso de determinados lugares. Pero también, desde lo parainstitucional significa atravesar imaginarios de territorio cargados de miedo como las fronteras invisibles, establecidas en su accionar por grupos violentos asociados a prácticas delincuenciales, como los combos.
Es en esta práctica en la que el grafiti adquiere su mayor poder transgresor: los grafiteros vuelan en bandadas, recorren libremente la ciudad y se apropian de ella; abandonan el parche natal y se encuentran entre sí en la tierra de nadie.
Esa libertad, pagada con adrenalina, la han edificado a punta de resistencia.
Reseña del autor:
Libretista y director de televisión, actor de tiempo parcial, documentalista, periodista, editor, articulista, docente universitario.
Palabras claves:
grafiti, arte urbano, resistencia, comuna 13, Medellín, narrativas urbanas, imaginarios, espacio público, conflicto armado, violencia, hip hop, arte político
Referencias
Cardona, C. (2009). “Medellín, ciudad grafiti”, en periódico El Mundo. Recuperado de http://www.elmundo.com/portal/resultados/detalles/?idx=121644#.VsjeXH3hDwd
Centro Nacional de Memoria Histórica (2017). Medellín: memorias de una guerra urbana, CNMH – Corporación Región – Ministerio del Interior – Alcaldía de Medellín – Universidad EAFIT – Universidad de Antioquia, Bogotá.
Jaramillo, J. (2013). ¿“Entrar” o “salir” de la violencia? Construcción del sentido de lo joven en Medellín desde el grafiti, el hip-hop y la violencia. (Requisito parcial para optar al título de Magíster en Estudios Culturales). Universidad Javeriana. Bogotá. Recuperado de https://slidedoc.es/download/documents/entrar-o-salir-de-la-violencia-construccion-del-sentido-de-lo-joven-en-medellin-desde-el-graffiti-el-hiphop-y-la-violencia-por-pdf
Jiménez, V. (2014). La Rebelión del grafiti y el arte urbano. Recuperado de http://utopiasyheterotopiasurbanas.blogspot.com.co/2014/02/la-rebelion-del-graffiti-y-el-arte.html
Restrepo, E. y Vélez, M. (2009). Malk, un grafitero mayor. Revista Universidad de Antioquia, 298, p.p. 16-26.
1 La Operación Primavera, del 1 al 3 de febrero del 2001, en los barrios belencito Corazón, Veinte de Julio y El Salado, con un saldo de 18 detenidos acusados de ser presuntos milicianos; la Operación Otoño, el 24 de febrero del 2002, con un saldo de 42 detenciones arbitrarias; la Operación Contrafuego, el 29 de febrero del 2002, con un saldo de 63 allanamientos, 31 detenciones y la muerte de 5 personas que posteriormente fueron presentados como milicianos dados de baja en combate; la Operación Mariscal, el 21 de mayo del 2002, con un saldo de 9 civiles muertos –cuatro de ellos menores de edad–, 37 heridos y 55 personas detenidas; la Operación Potestad, el 15 de junio del 2002, con un saldo de un muerto; la Operación Antorcha, el 20 de agosto del 2002, con un saldo de 37 personas heridas. Información construida con base en http://www.cjlibertad.org/index.php?option=com_content&view=article&id=132:memoria-historica-de-la- comuna-trece- de-medellin&catid=62:memoria&Itemid=97 Fecha de consulta: 05 de mayo de 2017. (Citado en Centro Nacional de Memoria Histórica, 2017).
2 Entrevista con Kabala, Medellín, enero 16 de 2016.
3 Ídem
4 Citado en Cardona, C. (2009).