Por: Lucía González Duque
Columnista invitada
Después de la ira, apenas natural, frente a la horrorosa y publicitada noticia del secuestro, violación y asesinato de Yuliana Samboní por Rafael Uribe, y las subsiguientes demandas, justicia de ojo por ojo y ánimos caldeados, aparecen por fin las voces que claman por una mirada más honda, más seria, y ojalá más útil, sobre un hecho que es la evidencia de muchos otros que pasan desapercibidos diariamente y que dan cuenta de un malestar en la cultura que venimos intentando comprender.
Podemos eliminar a todos los violadores reconocidos, podemos castrarlos o condenarlos a prisión eterna y no habremos resuelto el problema. Lo que se ha puesto ante los ojos de la sociedad es el resultado de una cultura patriarcal hegemónica, machista, sexista, misógina y clasista, que se expresa de ésta y muchas otras maneras explícitas y ocultas porque se ha naturalizado o porque opera sobre poblaciones que esconden los hechos en la vergüenza o en el desamparo de la ley.
Tal vez lo más grave sea la naturalización de la burla, de la invisibilización de los otros, de la subvaloración, del abuso, del desprecio de la vida, por parte de quienes por prepotencia, machismo o posición de clase, creen que su lugar en el mundo se instala en el desconocimiento de la igual dignidad de todos los seres humanos.
Crecimos en un país que piensa, dice y actúa, sobre la premisa de que hay gente de bien y gente que no lo es, sobre los que son de clase alta y los que son de clase baja, sobre la idea generalizada de que unos nacieron para ser dominados y contratados a cualquier precio; o como hemos oído en estos días, para unos cuya vivienda no necesita más que unos pocos metros cuadrados a bajo precio. Hay unos que actúan en consecuencia a estos paradigmas y otros, muchos de ellos “gente de bien” o “buenos”, que son testigos mudos de los abusos cotidianos más simples o de las aberraciones más brutales, como parece ser este caso y todos callan, nadie quiere implicarse, cuando no acolitan o celebran. Los monstruos, los violadores, los corruptos no actúan solos. Crecen en el seno de una sociedad que ha sembrado en su conciencia la subvaloración de los otros y una noción acomodada de la moral o de lo que está bien. El desprecio ha banalizado el mal, ha reeditado una y otra vez el ejercicio de dominación sobre la vida y el pensamiento de los otros. Rafael Uribe es un claro ejemplo. Se fue formando en un mundo que le inculcó el desprecio, que le celebró su poder e irreverencia, que le ocultó sus debilidades y aberraciones.
Nuestra sociedad paga y aplaude la publicidad en la que mujeres desnudas promueven productos que nada tienen que ver con el cuerpo; canales y programas de TV y radio producen y transmiten novelas o comedias con contenidos denigrantes, cantantes sin pudor, promueven en sus letras las peores pasiones o costumbres. Y ni qué decir de los guerreros, de uno y otro bando, que libran la guerra sobre el cuerpo de las mujeres, como un trofeo, para encumbrar su hombría, su manera de construir el poder. Es el mundo de las licencias éticas, la cultura del espectáculo que envilece.
Ante todo esto hay que decir que en este país no se ha entendido que el asunto está inscrito en la cultura y que es la cultura la que hay que modificar. La tarea es honda y difícil porque la guerra, la inequidad, las injusticias, los abusos, están inscritos en la fundación de la nación, en las leyes y en los modelos de gobierno; basta ver los resultados del proceso de paz como una radiografía de la enfermedad que nos habita.
Hasta ahora y después de infinidad de evidencias de la situación moral y social que vivimos, a ningún gobernante se le ha ocurrido que la educación tiene que hacerse cargo de transformar ese proyecto cultural que hoy determina nuestro comportamiento y nuestras relaciones. No hay una sola referencia en el Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, a la educación y a la cultura. No hay una sola referencia en los discursos sobre la superación del conflicto sobre la urgente tarea de refundación de valores más que democráticos, profundamente humanos, para construir una sociedad respetuosa, justa y noble.
También es necesario expresar el desprecio por el trabajo con los hombres y por los hombres. El proyecto de poder, público y privado, el modelo de gobierno y por lo tanto la legislación y las instituciones, son producto fiel del proyecto patriarcal hegemónico en el que se fundan muchos de nuestros males (no solo en Colombia, por supuesto, ni se expresa en los hombres únicamente). Un modelo autoritario, clasista, sexista, racista, guerrerista, excluyente, que bien se ha expresado en los últimos tiempos y que se constituye en la amenaza más fuerte contra nuestra posibilidad de convivir en paz. No es la guerra, son las actitudes patriarcales las que amenazan la armonía y el respeto. Pensamos en algún momento que el país había avanzado un poco, pero el plebiscito no solo nos permitió comprobar que ese modelo patriarcal no sólo está vivo sino furioso y utiliza todos los argumentos en nombre de la moral para volver al patriarcado, al desprecio por la diferencia, al machismo. Los macarras de la moral, escudados en sus dioses, son la amenaza a la pervivencia de un mundo en el que quepamos todos, reconocidos en nuestra igual dignidad. El proyecto patriarcal hegemónico ha excluido a los hombres de toda atención especial, de programas que contemplen su dimensión emocional y sentimental, porque los supone fuertes y poderosos, impidiéndoles su reflexión en la construcción de un ser más sensible, más compasivo, capaz de reconocer sus debilidades, centrado en el valor intrínseco de su existencia y no de su sexo y su poder.
Hemos trabajado una y otra vez por defender la equidad de las mujeres, nuestro justo lugar en la sociedad, pero es tiempo de lograr mayor equidad desde la revisión de ese modelo masculino que atenta contra los mismos hombres, condenándolos a ser sujetos sexuales y proveedores, dominantes y violentos. Basta con revisar las frases con las que se pretende construir la hombría desde nuestras familias: “sea macho”, “sea fuerte”, “aprenda a beber”, “aprenda a pelear”. En ese marco formativo es imposible dejar aflorar su bondad. Y el trabajo por la equidad de las mujeres los ha enojado, porque hemos crecido, porque hemos entendido que la relación es de pares y que nuestra vida no depende de su poder o su dinero. Hemos comprendido que pueden ser nuestros compañeros y no solo machos reproductores; pero ellos, muchos de ellos, siguen anclados en esa cultura atávica que los condena a la violencia. Las mujeres hoy tenemos elementos para ayudar a deconstruir la hegemonía patriarcal, ¿por qué no hacerlo?
Valdría la pena leer con juicio a Martha Nussbaum y proponer desde la sociedad y desde el Estado un proyecto de formación y cuidado de las pasiones, de fomento del amor. Ella plantea en su libro Emociones políticas, un proyecto para “hacer que lo humano pueda inspirar amor e inhibir el asco y la vergüenza… dotado de cierto contenido moral en el que destaca la igualdad de respeto por todas las personas”. Y más adelante dice: “El nuevo orden no puede ser estable si no se producen también cambios revolucionarios en el corazón de las personas, entre los que se incluyen tanto la adopción de nuevas normas en los roles de género femenino y masculino, como una nueva concepción del ciudadano que rompa contundentemente con las normas masculinas del ancien régime, basadas en la idea de que cierta clase de personas, y de manera muy especial las mujeres, son solamente oggetiy, y como tales, pueden ser usadas a voluntad por otras en su búsqueda articular de gratificación personal. Considerar los cuerpos humanos como objetos intercambiables supone, en realidad, la apertura de una ingeniosa vía hacia lo que el ancien régimen había ansiado desde el principio: el control y la invulnerabilidad masculina. Lo verdaderamente opuesto al ancien régimen no sería la democratización de los cuerpos como máquinas intercambiables, es el amor”.
Si este país se preocupara además de las pruebas saber por construir una ruta para el logro de una calificación en las pruebas ser, si además de preocuparse por la cobertura de la educación lo hiciera por los contenidos de la educación, si tuviera el coraje de convocar a los medios a hacer parte de un proyecto cultural que dignifique la vida de todos y a las empresas para que eviten la apología del sexo y lo banal en su publicidad, si hubiera un ministerio o programa que ayudara a los hombres y mujeres a liberarse de esas cadenas del proyecto histórico que incluso destituyó las diosas mujeres, tendríamos hombres más humanos y felices, así como mujeres y niños más respetados. Pero esta es una tarea de todos.
Es importante entender que la complicidad de la sociedad que ha permitido la eliminación del otro de muchas maneras, desde su desprecio hasta su muerte, y ha sido incapaz de ver cómo en esos síntomas se reflejan los males de una sociedad, tiene también un papel muy importante, que por supuesto no excusa la actuación del individuo que tiene que construir un criterio y un comportamiento moral propio, aún a pesar del contexto; pero si está claro en este y en mucho casos que personas cercanas pudieron haber jugado un papel de control o sanción social previo a la actuación final. No basta la ley. Es necesario actuar sobre la cultura y formar sujetos morales.
Por ello, gracias a las voces que han empezado a poner este asunto en la dimensión que corresponde, por hacer la pregunta de ¿qué hay de Rafael Uribe en cada uno de nosotros, hombres y mujeres, que provoca el irrespeto de la vida una y otra vez?
Por último, hago un reclamo al comportamiento de los periodistas y presentadores: no más morbo ni amarillismo sobre este asunto. Propongo que antes de cada pregunta piensen en qué contribuye a la verdad que requiere la ciudadanía y si quisieran que la vida de sus hijos fuera expuesta de esa manera.