Daniel Quintero Calle fue elegido alcalde de Medellín el 27 de octubre de 2019. Lo antecedían los intentos fallidos de fundar un partido que desdeñaba de la política tradicional y el deseo de ser representante a la Cámara por el Partido Liberal. En el gobierno de Juan Manuel Santos tuvo dos cargos de responsabilidad a los que renunció para ser gerente en Antioquia de la campaña del Sí en el plebiscito por la paz de 2016.
En su carrera por la alcaldía logró posicionar una idea simple pero efectiva: no tenía jefes ni partidos políticos. Su discurso no resultaba particularmente confrontador, pues se trataba de un candidato “alternativo”, no necesariamente de izquierda, diferente a las candidaturas que hasta el momento había tenido el centro y que no le resultaba del todo incómodo a algunos sectores de derecha. Acudía a los símbolos, cuestionaba la corrupción, proponía una campaña austera, reivindicaba su origen popular, no recurría a medios masivos para hacerse visible, era un candidato de las redes y la calle. Así ganó las elecciones y el primero de enero de 2020 se posesionó como alcalde de Medellín dejando satisfecho a su electorado.
El pasado 30 de septiembre renunció a su cargo, tres meses antes de terminar su periodo. Lo hizo, según dijo, para no dejarle el camino libre al uribismo, para salir a las calles y apoyar a sus candidatos sin las restricciones propias de un alcalde para participar en política electoral. "Decidí convertirme en un soldado más, en unirme a la lucha, despojarme de la investidura de alcalde y salir a luchar con mis armas, que son Dios y unos volantes que entregaré en la ciudad”, fue parte de lo expresado por Quintero en un video que publicó en la red social X.
Si bien su renuncia y el hecho de salir a hacer campaña no violan ninguna norma, su intervención en el proceso electoral sí pone en riesgo los equilibrios básicos de la competencia entre las distintas alternativas que se ofrecen a la ciudadanía. Siguiendo el lenguaje bélico que él mismo propone, se puede decir que tras haber ostentado el rango de general, no se pasa automáticamente a ser “un soldado más”. Es ingenuo pensar que luego de ejercer el máximo cargo público de la ciudad durante 45 meses, se deja de tener injerencia sobre las distintas instancias del gobierno local de un día para otro. Estratégicamente, el hoy exalcalde pone al servicio de una campaña sus relaciones, su poder, su imagen, los recursos que ha cosechado a lo largo de su mandato y su influencia innegable sobre la maquinaria de la administración distrital.
Esto, que algunos pueden ver como una simple jugada de campaña, es un acto de irresponsabilidad pública que tiene efectos negativos en la democracia local. En primer lugar, radicaliza la postura de los dos bandos que han tenido mayor visibilidad en la campaña, añadiendo un ingrediente más de polarización que amenaza con derivar en violencia política. En segundo lugar, al intentar reducir la contienda a dos alternativas, invisibiliza otras propuestas programáticas que venían surgiendo en el debate público, lo que simplifica y reduce los análisis sobre los problemas de la ciudad. En tercer lugar, en caso de que la estrategia sea exitosa, se convierte en un precedente que probablemente será imitado por otros mandatarios, contribuyendo a erosionar los frágiles marcos regulatorios que impiden que los recursos públicos locales sean desviados al servicio de las aspiraciones personales de un político o de su círculo de poder.
Quintero, que apenas unas horas después de renunciar a su cargo fue cargado en hombros entre un puñado de sus seguidores que terminaron coreando la palabra “presidente” durante su discurso, deja una imagen desfavorable que le resulta difícil desconocer, numerosos escándalos de corrupción e investigaciones penales, fiscales y disciplinarias en curso. Un estancamiento en indicadores sociales que no lograron reducir la segregación y las inequidades, el debilitamiento de los procesos de deliberación pública y el deterioro de la infraestructura de la ciudad, entre otros asuntos que buena parte de la ciudadanía identifica como pérdidas y retrocesos. Además, deslegitimó las propuestas alternativas, desdibujó el rol de las organizaciones sociales, rompió la relación con un gran sector del empresariado y cortó los canales de comunicación con muchos actores que han construido tejido social a través la cooperación y la resistencia. Y, como estocada final, se despide metiéndose en la campaña electoral para tratar de darle un giro a los resultados y favorecer así sus aspiraciones y su proyecto político.
Con este panorama, las elecciones del 29 de octubre presentan un falso dilema para Medellín. Pareciera que la ciudadanía debe decidir entre darle continuidad al “legado” de Daniel Quintero o regresar a un gobierno liderado por Federico Gutiérrez, quien, pese a su alta popularidad, dejó profundas deudas en lo social, tiene la sombra de un secretario de seguridad condenado por pactar con grupos criminales, priorizó el espectáculo, el gobierno mediático y la figuración personal, rompió vínculos con organizaciones del sector social, desconoció el lugar de la ciudad en la construcción de paz e incumplió sus compromisos en este tema, mientras privilegió una versión simplista sobre la historia de violencia y conflicto, reducida a un discurso de buenos y malos.
Ambas opciones aparecen hoy como una traba al momento de pensar en la posibilidad de construir un nuevo acuerdo de ciudad que contemple las particularidades e intereses de los diversos sectores y actores de Medellín. Por ello, resulta vital que la ciudadanía, al margen del talante del gobierno que salga electo, persista en su esfuerzo de proponer un debate público en el que sea posible evidenciar los procesos que Medellín debe cuidar y conservar, las prácticas que es necesario transformar, las experiencias que no pueden repetirse y los retos que queremos y debemos afrontar colectivamente, de manera que el relato de un futuro compartido llegue a convertirse en una realidad.